A la mañana, abrí un ápice la ventanita y me tiré en el sillón a terminar de despertarme. El humo reptaba por la pared y se colaba por la ventana; un aroma dulzón me dejaba sin dudas de que era marihuana. No me molestaba pero me dio intriga de quién la fumaba, así que me asomé por la ventana (nunca me asomo a la ventana) pero no había nadie. Cuando me estaba alejando, una especie de llanto me hizo volver a mirar por la ventana hacia abajo (yo estaba en el piso de arriba de mi casa) y mis ojos encontraron a una mujer sentada al borde de un cantero, llorando y fumando. No me llamó del todo la atención la escena, hasta la pensé clásica, pero los susurros de ella aceleraron mi pulso; tampoco sé porqué, puesto que iban acorde con la escena, pero la repetición de: hoy lo hago, hoy lo hago, no me dejó dudas de que lo iba a hacer, y qué iba a hacer.
Me desligué de lo que escuché y bajé a preparar café. Cuando subí no aguanté la tentación de mirar (espiar) por la ventana, y fue lo que mis ojos vieron entonces lo que hace que tdavía camine, buscando no sé qué, por las noches. Soy culpable de haber sabido y no haber hecho nada (porque lo supe al primer susurro). Soy un culpable imposible de acusar, soy lo que esa imagen dejó. Camino y camino de noche, esperando cansarme de una forma tal que no haya pensamientos, alejando fantasmas que llevo tatuados en el alma. Ella lloraba y fumaba, lo peor era que susurraba.
Un incipiente cosquilleo en todo el cuerpo me hizo pensar que al menos una línea de fiebre tenía. No tenia pensado quedarme en casa, aunque sabía que a esa hora en mi ciudad no iba a ver una alma en la calle, pero yo solo quería caminar, y no pensar. Ver mi ciudad a las tres de la madrugada, ayuna de ruidos, abandonada de colores, me relajó. Pensé en pasar por lo de Juan a saludar (y a hablar lo de siempre). Él tiene por costumbre acostarse tarde, pues se queda viendo series. Al tercer timbre, una voz ronca como quien recién se despierta gritó “¿quién es?”. No sé si por vergüenza o para que no se enoje conmigo, di media vuelta y salí con pasos apurados a continuar mi caminata. La humedad de la noche mojaba todo, como una reciente lluvia. Las luces intermitentes de los semáforos inútiles iluminaban más de lo imaginado. Los pocos autos silenciosos que se deslizaban por la calles lo hacían a baja velocidad. Cuando pasé por la puerta de una escuela, la noté tan falta de vida, tan distinta a la imagen cotidiana que de ella tengo, que sentí desgano o mejor dicho tedio. No es lindo que te vean a la cara cuando estás durmiendo, pensé y empecé el camino de regreso. Ya en casa y sin dudas de mi fiebre, tomé una pastilla, y maldiciendo la humedad me acosté boca arriba a aceptar el insomnio cotidiano. Para mi sorpresa (aunque lo supe a la mañana) me dormí enseguida.