Contar

Salió apurado de la habitación. Ahora le tocaba juntarse con los demás y contar, exagerar, actuar, pero sólo pudo acercarse y murmurar algo que provocó miradas burlonas, risas apagadas y codazos mal disimulados. Él sabía bien que hacía el ridículo y no podía esquivar ese papel. 

Después de tomar algo en el mismo bar de siempre, fumaron bajo una llovizna minuciosa. Él se despidió para perderse en la oscuridad abrillantada de las calles mojadas. Ya tranquilo, en el silencio conocido de su casa, repasaba lo que había hablado en el lugar donde no tenía que haber hablado. ¿Cómo pudo ser tan tonto para preguntar lo que con genuino interés preguntó? Aparte, el tono de disculpa que usaba a cada palabra lo volvía más insoportable. Lo único cierto es que con sus amigos fue a hacer algo que no hizo ni intentó hacer. Sabía bien que fue el único en su modo de actuar, pues todos salían sonrientes, contando pormenores y detalles tan innecesarios como gráficos. Pero, claro, él no; él se dedicó a hablar pavadas y a preguntar si era su habitación o alquilaba, y ella, mirando para otro lado, había contestado: “La habitación se alquila como yo”. Resignado, pensó que solo podía conseguir ofenderla. Pagó y se retiró simulando apuro. 

Volvía una y otra vez a escuchar a sus amigos y le molestaba que se sintieran bien por lo que habían hecho, pero reconocía que se sentía mal por no ser uno de ellos. Le hubiese gustado ser uno más para no contar, para guardar lo que se debe guardar. 

El fin de semana los amigos planearon la misma salida y él fue.

Tocó otra habitación y otra chica. Tocó escuchar las mismas entusiastas descripciones, tocó no decir nada y con lentitud de escapista, salir de la situación y de sus vidas. 

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