El canto de las cigarras atormentaba el silencio de la interminable tarde de verano. En mi cama, miraba al techo y me beneficiaba del poco fresco que entraba por la ventana. Siempre me tranqui-
lizó concentrarme en cosas tontas; y ahora el viento, culpable del baile de las cortinas, intentaba despejar esta tristeza que no recuerdo cuando me invadió. El único momento de mi vida es éste, pensé en voz alta y me levanté para salir a la calle a caminar. Iba colgado de una idea, iba haciendo inconsciente el acto de caminar.
Fui suicida en una época de mi vida. Después, como todo, se me pasó.
Creo que todo se me pasó, menos esto, de que las cosas se me pasen.
Distraído, llevo caminadas varias cuadras y casi no me doy cuenta de lo transpirado que estoy. Me siento en el cordón de la vereda a mirar cómo un viejito corta pasto con la mano. Me asalta la idea a modo de pregunta: el viejo sabe que se va a morir, como todos, y está cortando el pastito con la mano. Yo lo miro. No cuestiono cómo usa su tiempo, sólo lo pienso sin más. No hay que ser inmortal para cortar el pasto, pero sí estar medio loco para salir a caminar con este calor. Sentado, me recuesto contra un árbol y cierro los ojos, primero suave y luego fuerte, para notar distintas clases de oscuridad. Paveando de esa forma me gana un sueño invencible. Un sonido creciente me hace abrir los ojos e incorporarme: un Ford Falcon, despidiendo un calor infernal, frena a centímetros de mis piernas.
Creo que no sospecha que disimulo cortar el pasto, más que nada porque, de paso, lo estoy cortando. Creo que algo busca y por eso me vigila; creo que está drogado y por eso se duerme contra el árbol; creo que la policía llegó rápido.