Sangraba la punta de uno de sus dedos. Otra vez se mordió la uña un poco más de la cuenta, sacudió la mano como bajando el mercurio a un termómetro invisible y gotitas de sangre salpicaron el azulejo blanco del baño.
Enjuagó sus manos mirándose al espejo, con cuidado de no mojar la venda de su muñeca. Salió rápido, sabiendo que esta vez podía llegar a horario a la escuela, aunque eso a nadie le interesaría pensó.
La madre llegó, tiró la cartera al sillón y fue al baño. Lo primero que vio la dejó paralizada con la boca abierta y el mentón temblando: las gotitas decían que su hijo no lo pudo superar, que lo hizo una vez más. Llamó a el celular de él rezando como nunca para que atienda. Cuando escuchó su voz supo, con lagrimas en los ojos, que a la noche podían hablarlo una vez más.