De los que ya no hay

El camino del infierno está asfaltado de buenas intenciones.
Friedrich Nietzsche

Enero. Bajo un sol impiadoso, a las dos de la tarde, caminando agitado, salí en busca de ayuda para mi auto (que no quiso seguir y se durmió en el medio de la ruta y de mi viaje). A pesar de la poca distancia recorrida creo que nunca necesité tanto un poco de agua. La visión se me hacia cada vez más borrosa y una flojera invencible invadía todo mi cuerpo; creo que marchaba demasiado lento, sentía los pies muy calientes, la boca seca y abierta, los brazo apenas si los movía al caminar. Cuando me desplomé lo hice más cerca del asfalto de la ruta que del pasto de la banquina; me arrodillé en la caliente ruta y con una fuerte debilidad me puse de pie, sólo para caminar como zombie hasta un arbolito raquítico y mendigarle algo de sombra. Me recosté contra su tronco y sentí placer al cerrar los ojos. Cuando los volví a abrir, dudé de que lo hubiera hecho, pues estaba todo muy oscuro y silencioso; me encontraba acostado con los pies levantados y apoyados en una pared. Los bajé lentamente; con entumecimiento traté de ponerme de pie, tardé demasiado pero una vez incorporado empecé a tantear el aire buscando una pared que me llevara hasta una puerta. Después de chocarme varias cosas llegué a un claro que dejaba ver una tabla que hacía de puerta. La corrí sin dudar; esperé unos segundos hasta que mis ojos se acostumbraran a la luz y observé una cocina grande, con sartenes y ollas colgadas de la pared. Caminaba mirando todo cuando escuché un ruido seco que me sobresaltó; me dirigí rápidamente a la tabla que hacía de puerta y me escondí en la oscuridad. Primero escuché el ruido de la puerta; después, el de las ollas chocándose y, al fin, una especie de gemido. Cuando parecía todo calmo escuché como una canilla gotear rápidamente primero, y cada vez más pausado, hasta que paró. Me asomé corriendo un ápice la tabla y lo que vi me dejó helado; un pedazo de carne colgado de un gancho, que deduje un animal desollado (un conejo seguramente) y un balde de metal debajo, unas ollas en el suelo y algunas sillas tiradas. La espalda de un hombre muy alto, levemente encorvado, como picando algo en una tabla llamó mi atención. Con súbita confianza corrí un poco más la tabla y gané mucha visión: el hombre tenia una calva casi completa, espalda muy ancha y ropa tan sucia como rota. Quise acomodar la tabla para ocultarme mejor cuando escuché la voz del hombre:

-Bueno, qué bien que se haya despertado -dijo mientras se daba vuelta, refregándose las manos con un trapo-. Quédese tranquilo que vamos a tener una muy buena cena. ¿Le gusta la perdiz? -traté de ubicar el animal en mi cabeza pero me distrajo la carne colgada del gancho; él miró mi mirada y explicó-: Es liebre. La voy a hacer en escabeche. ¿Le gusta la liebre? -y ahora ubiqué rápido al animal. Cuando era chico tenia un conejo blanco que mi papá sin delicadeza lo levantaba tomándolo de las orejas. Me gustaba darle zanahorias y verlo masticar sin detenerse un momento. Pensar en comerlo no se me hubiera pasado nunca por la cabeza y ahora lo imagino en escabeche.

-Supongo -contesté.

-Venga, acérquese que le sirvo vino y le cuento como lo salvé del sol. 

Me acerco y tomo el vaso de lata con vino. Él me mira esperando que pruebe y yo pruebo. Creo que de existir la cirrosis instantánea ese vino seria el culpable. 

-¿Qué le parece? -preguntó mirándome a los ojos. 

-Muy bueno -mentí. 

-Siéntese, que ya sirvo y comemos perdiz -dijo y puso dos platos. Comí con recelo primero y después con verdaderas ganas: la carne estaba templada y las verduras, blandas, sin perder nada de sabor y aunque el vinagre era fuerte no impedía que los demás sabores hagan lo suyo en mi paladar-. Es un plato que tiene sus mañas y se cocina a fuego lento -dijo, pasándose un trapo por la boca. 

Yo me sentía ridículo por comer con tantas ganas sin haber preguntado como había llegado hasta allí. Como adivinando mi pensamiento, o acordándose que me iba a contar, dijo:

-Primero me encontré con su auto y seguí sin detenerme a revisarlo porque estaba seguro de que más adelante encontraría al dueño buscando ayuda. Es un lugar muy desolado y el sol es terrible -tomó un largo trago de vino, se limpió con la mano y continuó:- ¿Por qué se bajó del auto y se largó a caminar con el calor que hacía?

En la pregunta adivinaba molestia y, hasta puedo decir, un enojo desmedido. Balbuceé una repuesta y él apoyó el vaso con una vehemencia (injustificada y muy sorpresiva) que hizo que varias gotas de vino cayeran como lluvia en su plato 

-No se tendría que haber bajado nunca, tendría que haber esperado en el auto. Usted hizo una locura, no se confíe que la próxima tal vez no haya nadie para salvarlo.

Me di cuenta que estaba ante un loco, que me retaba porque me había salvado. Pensé en pedirle perdón, pero tal vez lo tomara como una burla y todo empeorara; entonces agradecí lo más sinceramente que podía actuar. Con un ademán displicente dijo: 

No es nada, amigo, estamos para ayudarnos, pero no tiene que ser tan estúpido. 

Ahora no solo me sentía incómodo sino que sentía miedo por lo imprevisible que podía llegar a ser todo: estaba ante un hombre violento y desconocido. Me sacó de estos pensamientos diciendo: 

-Su auto es una verdadera porquería, moderna eso sí, pero una basura de verdad. Se lo digo como mecánico y como un mecánico de los que ya no hay. Ahora los hacen así -me ilustró- para poder vender más. 

-Nunca había tenido problemas -dije como quien siente el orgullo herido. Me había costado muchas hora de trabajo extra y cuando por fin llegué al bendito monto, sin dudarlo lo compré para salí a mi primer y accidentado viaje. 

-¿Duda de lo que digo? 

-No -me apuré a contestar.

-¿Cuántos viajes le hizo a esa mierda? -dijo, gritando, y su ultima palabra quedó resonando en el silencio de la cocina. Me quedé tan callado como asustado; observé que la puerta de calle estaba medio abierta, y pensé que en cualquier descuido del tipo podía salir corriendo y listo-. Además -continuó- con esos repuestos no hay mecánico que te lo arregle…

Hablaba gritando; su cara estaba colorada. Cuando me miró, vi sus ojos ensangrentados por el vino, y una mirada vacía como mirando algo detrás mío. Tomó un cuchillo de mango blanco y se me acercó con pasos vacilantes. Cuando estaba muy cerca, me hice a un lado y lo empujé lo más violentamente que pude. Cayó boca bajo y se quedó muy quieto; un liquido espeso y casi negro me confirmó que el cuchillo había encontrado la carne. Antes de salir para el lado de la puerta, un ruido me hizo reparar en una comadreja mordiendo la carne del conejo. Sin dar crédito a lo que veía salí dispuesto a correr hasta perder el alma… pero el alma casi la pierdo cuando vi estacionado mi auto, y de seguro la perdí completamente cuando me subí y vi las llaves puestas, y con apenas girarlas el motor arrancó, como si hubiese sido atendido por un mecánico, por un mecánico de los que ya no hay. 

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