Desafío

Estoy en la sala de espera donde varios médicos atienden, y se me ocurre un comienzo para un cuento; entonces saco mi celular y escribo con total veracidad: “En la sala de espera todos usan el celular o, mejor dicho, todos usamos el celular”. Me doy cuenta de que con semejante comienzo solo cabe ir mejorando, entre la duda de borrar o el desafío de empeorarlo, veo que ni uno está con la vista en otro lado que no sea una pantallita. Espero un poco para notar que nada modifica la situación, ni una puerta que se abre, ni un hombre con guardapolvos que llama, ni un bebé que grita pidiendo atención, nada rompe el hechizo. Como serpientes encantadas, como si abu-rrirse fuera mortal, o simplemente no saber de algo mejor. Tomando con la mayor seriedad el desafío de empeorarlo anoto: “Tengo la impresión que a las personas que nacieron con la posibilidad de usar el celular, les es imposible imaginarse vivir sin ello, pero para los que no nacimos con esa posibilidad también”. Una puerta se abre y un medico llama a uno de los pacientes, éste se levanta como autómata y, sin despegar los ojos del celular, entra al consultorio; el médico lo mira de soslayo mientras escribe rabiosamente en su celular. Pienso que si sigo escribiendo así gano el desafío sin dudas. Tal vez sea mejor escribir una ficción y no esta realidad inverosímil. Una puerta se abre y un hombre grita demasiado fuerte mi apellido en el silencio de la sala; mientras su voz queda flotando en el ambiente yo levanto la mirada de mi celular y veo en el hombre una mirada recriminatoria; torpemente guardo mi celular en el bolsillo y camino hacia él. Una vez adentro del consultorio y sentado en una precaria silla de escuela, dejo mi celular en la mesa mientras él se sienta enfrente de mí. Rápidamente le digo que vengo por un certificado y él rápidamente empieza a hacerlo; me siento incomodo con el silencio y tomo mi celular solo para simular que escribo algo. La situación es tan ordinaria que estoy seguro que este desafío de empeorar el cuento me está saliendo muy bien y sin ningún esfuerzo. Casi puedo confesar que no me saldría de otra manera. Termina de firmar el papel y de poner un sello, me paro y, sin darle la mano, salgo apurado a la sala; entonces suena mi celular y por tratar de mirarlo me tropiezo con todas las sillas posibles, caigo de cabeza como si me tirara a una pileta. “Ahora sí gané sin dudas el desafío”, pensé cuando intentaba ponerme de pie sin sentir más que un poco de dolor en la frente y nada de vergüenza, pues nadie levantó la vista de sus celulares. 

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