Demasiado tarde

El infierno y el paraíso me parecen desproporcionados.
Los actos de los hombres no merecen tanto.
J. .L. Borges

Golpearon a la puerta interrumpiendo la clase de matemáticas y cambiando para siempre mi vida; claro que lo supe mucho más tarde, pero ahí empezó todo. Cuando la directora entró de la mano del nuevo alumno, acaparando todas nuestras miradas, no tuve ninguna duda del trato que iba a tener, más que nada porque yo iba a decidir ese trato. Su aspecto físico (gordito y con la cara llena de granos) ayudaba a que mis amigos me siguieran, y encima hablaba muy poco y no se le entendía nada. Después de las aburridas palabras de presentación, se sentó en el banco delante del mío. Yo no paré de tirarle pelotitas de papel y hasta una goma, pero él no se movió en ningún momento; sentí la indiferencia como una declaración de guerra y la acepté. En el recreo le pregunté su nombre.

-Mariano -dijo, casi gimiendo. 

-Acá te vamos a llamar gordo, que es como te vemos -le dije y lo miré de forma homicida. Agachó su cabeza y empezó a temblar; yo miré a mis compañeros, nos reímos ruidosamente haciendo una ronda y dejándolo en el medio. Juan me hizo un rápido gesto y se agachó detrás del trémulo gordo, yo sin dudarlo lo empujé, cayó de la forma más pesada que podía caer y golpeando parte de la nuca en el suelo, con un ruido asesino que por un momento nos borró la risa a todos. Se levantó despacio, balbuceando que estaba bien y todos nos seguimos riendo, pensando que podíamos ir más lejos y eso hicimos. 

Las primeras dos semanas de desprecios, burlas, empujones y escupitajos nos aburrió, decidimos (decidí) lo del baño de las mujeres, lo dejamos encerrado con dos chicas que se encontraban en el baño, llevando al gordo a empujones y trabando la puerta con sillas. Cuando la directora se enteró (por una alumna que fue a decirle) sacó la silla y las dos chicas salieron tapándose la boca sin poder ocultar sus risas, el gordo salio pálido y con sus temblores al limite de lo tolerable; nuestras miradas se encontraron y noté una tristeza que lastimaba. Esa mirada que pedía por su vida me robó el alma; aunque yo intenté reírme, me sentí ridículo; igual, señalándolo, falseé como el mejor actor ante el público de mis compañeros la mejor y burlona risa. 

Al otro día faltó, yo ya pensaba que iba a ser un día aburrido sin el gordo. Antes de terminar la clase la directora entró sin golpear. Se paró frente a nosotros, le temblaba la mandíbula, se sacaba y ponía los anteojos; hasta que empezó a hablar, todos los murmullos se murieron cuando escuchamos que el gordo había tomado la trágica decisión de quitarse la vida. Que el padre estaba en la sala con sus otros hijos; que ni ella ni nadie pueden entender por qué hizo eso. Desde ese mismo momento, nunca pasé un día sin pensar en Maria- no. 

Tengo 45 años, mi hijo no sólo usa lentes sino que le cuesta pronunciar la letra R, y eso en cuarto grado es imperdonable. Está penado por el inquisitivo salón; no son pocos los días que vuelve llorando y diciendo que no quiere ir más a la escuela y otras cosas que me dan miedo. Atormentado por lo repetido de la situación, tuve un impulso y me dejé llevar, sin saber bien qué hacía: busqué la guía y marqué el teléfono de mi antigua directora, después de explicarle quién era el que llamaba y recibir su saludo, le escupí, como algo que me estaba matando, que yo sí entendía por qué esperó el tren acostado en las vías, que yo sí sabía, porque vi sus ojos, que yo sí sabía y pude hacer algo, que yo sí sabía porqué temblaba… y que, sobre todo, ahora sé cómo eran sus días cuando volvía de la escuela.

-Disculpame, no te entiendo nada -dijo la mujer, con sorpresa en la voz. 

Intentando ahogar un llanto antiguo contesté:

-Es que algunas cosas se entienden cuando es demasiado tarde -dije, y me temblaba todo el cuerpo. 

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