Fierros retorcidos y oxidados, cadáveres de autos que alguna vez alguien tal vez cuidó; la desolación de este cementerio automotor tiene algo de distopía. Alguna chapa se queja por el viento y un pe-rro me mira con cara de susto y sufrimiento. Yo lo miro y sé que la vida se le escapa lentamente, casi con alivio. Nuestra sociedad no lo necesita. El calor es terrible y el viento, caliente. Prendo un cigarrillo y empiezo a caminar; busco lo que fue mi auto, necesito encontrar una cruz que estaba escondida en un agujerito del asiento. Busco con poca fe, me sonrío por la situación, busco casi por obligación, para decirme que por lo menos la busqué. Lo primero es encontrar donde están los asientos; después, ver si noto algunos familiares. Sé bien cuál fue el mío: tenía una pequeña abertura en el tapizado donde puse la cruz, no tan adentro así la podía sacar cuando quisie-ra. Hice lo primero, encontrar los asientos, pero no creo poder pasar a lo segundo: ninguno me suena familiar, están descuartizados. Ya sin fe sigo buscándola por el piso, cerca de los tapizados y del relleno de los asientos.
Porqué guardé la crucecita en la ranura del tapizado es algo que tuve que explicar para que me dejen pasar a buscarla. Es simple: a mi hija le pareció un buen lugar, “difícil de encontrar”, profetizó. Cuando robaron el auto lo primero que me dijo fue: “Se robaron la cruz y nunca lo van a saber”. Yo sigo buscando y nada, me desarma pensar que no se la voy a llevar; la idea de comprar una igual me parece la mejor salida. Entro a un lugar que venden bijouterie; una anciana busca, haciendo unos movimientos que mezclan dificultad y delicadeza, entre muchas cruces la más parecida a la que le describí. Me mira, sonríe, mostrando toda su artificial dentadura, y levanta una cruz igual a la que perdí. Pago lo que no vale y vuelvo a mi casa.
Llego a mi casa y mi hija me mira con cara de susto. Sintiendo el poder que me da tener lo que ella cree haber perdido, decido jugar un rato. Digo lo difícil que es encontrar la cruz en semejante lugar, y ella dice que es imposible; la miro y le pregunto si conoce el lugar, ella se ríe y me dice que no. Pero es imposible repite, yo me apiado y me dispongo a sacar la nueva cruz, ella agradece sacando la cruz vieja. Pide perdón por no acordarse que la ultima vez no la guardó en la ranura sino en un bolsillo de su mochila. Yo me pierdo el agradecimiento y zafo de pedir perdón.