El colectivo

El golpe en el codo le provocó una mezcla de calambre con un algo eléctrico muy doloroso, y le interrumpió un bostezo que parecía interminable. Insultó en voz baja y se sentó en lo que quedaba del asiento. Miraba por la ventanilla la desolación melancólica de las casas pobres. Pasaba a lenta velocidad la mirada por los laberínticos pasillos de la villa que tanto conocía. El olor a nafta, los terribles sacudones y las noches sin la bendición del sueño le cerraron los ojos. Cuando los abrió dudó de que lo hubiera hecho, pues vio todo oscuridad y silencio, se refregó los ojos hasta hacer peligrar sus córneas, pero no salía del asombro y de la oscuridad. La idea de que se durmió y nadie lo vio, que estaba donde guardan el colectivo a la noche lo tranquilizó un poco, y hasta le sacó una nerviosa sonrisa. Ahora era cuestión de ir hasta la plegable puerta y abrirla o golpear. No pudo lo primero, entonces empezó con tímidos golpecitos que ridículamente acompañaba de un: “Hola, ¿hay alguien?”. La desesperación creciente hizo cambiar ese “hola” por patadas e insultos terribles; insistió tanto que llegó el cansancio; medio mareado se acomodó en su mullido asiento y la oscuridad lo calmó y durmió. Sintiendo calor en su cara abrió los ojos: un sol impiadoso se los cerró. Esperó un ratito y cuando los volvió a abrir pudo ver que sólo faltaban dos cuadras para su parada. Fue hasta el fondo y tocó timbre; bajó justo, de haber seguido durmiendo se pasaba y llegar tarde hubiera sido el despido seguro, pensaba mientras entraba a su trabajo. 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio