Estaban a punto de empezar el partido cuando decidieron, pensando en otra cosa y sin mirarlo, llamarlo y completar los diez. El chico obedeció como lo hacía en la empresa, pues en la canchita estaban todos sus jefes y aunque todavía seguía agitado por el partido que había jugado, no podía decir que no. Lo primero que hizo fue contener una risita que le provocaba verlos a ellos, a los que siempre iban con trajes, en pantalón corto y botines de colores ridículos. Empezó y de inmediato se dio cuenta que sin correr iba a ser el dueño del partido: los jefes mostraban un entusiasmo infantil y él, con su cansino juego, los divertía a todos; daba pases exactos donde ellos no tenían que exigirse demasiado en llegar, recuperaba rápido y volvía la pelota al que menos la tocaba, un gordito parado en un costado que se reía y tocaba la pelota solo gracias a él. Hasta que algo cambio, una pregunta hizo romper la magia que sentía haciéndolos jugar a todos. Uno de los jefes de la empresa, su jefe desde hacía ya tres años, lo miró y sin dejar de sonreír preguntó:
-¿Cómo te llamás, flaco?
Entonces pensó que ahora su identidad importaba, que ahora él importaba, que en este terreno mandaba él. Los miró a cada uno a la cara y por un instante el tiempo se paró; las sonrisas idiotas de todos los ridículos jugadores, con piernas flacas y pálidas, remeras originales de clubes importantes, le dieron asco, y pensó dos posibili-
dades (después de decir, muy serio, “me llamo Lucio”): empezar a jugar de verdad y humillarlos, ponerlos en ridículo, gritarles por no llegar a pelotas fáciles, insultarlos por errar goles imposibles, exigirles correr como lo hacia él… en una palabra: jugar como juega con sus amigos. O darse la vuelta e irse de este terreno en el que él es el jefe. Y eso hizo: en medio del partido encaró hacia la puertita hecha de alambres, abrió silenciosamente y sin que nadie lo viera desapareció. Rápidamente el partido perdió todo entretenimiento; de tan aburrido, alguno no pudo evitar un bostezo; uno gritó: “¿dónde está el flaco?”, y el gordo que jugaba parado contestó tristemente:
-No sé dónde se metió, lo que sí sé es que con unos menos no se puede jugar –y encaró la endeble puertita.