Enojo

Salí dando un portazo –no quería que hubiera dudas de mi ánimo. 

Caminé masticando una bronca difícil de digerir; es que la charla se había vuelto tan trivial como violenta, el tono fue creciendo hasta lo intolerable. Lo peor era que ambos sabíamos que todas nuestras conversaciones terminaban de ese modo. Lo cierto es que me encontraba caminando enojado y apurado (no sé porqué cuando estoy enojado camino rápido); lo raro es que no tenia a dónde ir. Un perro con mirada de asesino se me acercó como para justificar su cara; yo seguí caminando indiferente (cuando estoy enojado baja mucho mi nivel de miedo). Me senté a fumar en un banco de la plaza al lado de la fuente, a lo lejos me pareció ver a un antiguo compañero de primaria y pedí a todos los dioses del mundo que siguiera caminando. Cuando se sentó a mi lado yo ya me había quedado sin insulto por imaginar. Tenía ojos inquietantemente quietos, como de búho, boca chica que dejaba ver un puñado de dientes mal distribuidos, y unas orejas que era un desafío no mirarlas. Llevaba un abrigo exagerado para el clima que hacía, y botas de militar. No paraba de hablar cosas que él solo se acordaba; parecía haber planeado este encuentro y había estudiado antes de salir de su casa. Una baba blanca y espesa se le formaba en la comisura de los labios. Sentí unas invencibles ganas de darle un sopapo bien fuerte, de gritarle que se callara de una vez, que siguiera camino. Pero hasta hoy no entiendo mi pasividad casi morbosa.

-¿Si vamos a casa a tomar algo y seguimos charlando? -invité, y no me reconocí la voz ni supe porqué lo dije, lo cierto es que el adefesio se levantó con una sonrisa infantil dispuesto a seguirme donde fuera. El camino a casa lo hice con una inalterable indiferencia a sus interminables anécdotas. Cuando llegamos, me dejó no solo callado sino sorprendido, pues abrió la heladera y se sirvió agua, todo sin parar de hablar. Creo que en ese momento lo pensé de tal forma que ya me era imposible volver atrás. Cuando estoy enojado no vuelvo atrás, sigo el primer impulso como una descarga y eso me pasó: me encontré dándole piñas mortales en la cara y gritándole que se ca-llara. Cuando por fin paré, el estaba muy quieto y muy rojo todo. Lo arrastré hasta la puerta, lo saqué como quien saca la basura, cerré con llaves y salí a caminar mucho más lento, mucho más relajado. 

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