Lo veía masticar el chicle con bronca, con la furia que provoca la ausencia de cigarrillos.
-Nunca es buen momento para dejar de fumar -me dijo, entre insultos sin destino- pero yo tengo que ser medio pavo para dejar cuando vamos a ver la carrera -reconoció.
-Cacho, siempre vamos a ver la carrera, en algunos de esos momento te iba a pasar -lo consolé, mirando cómo casi lloraba. Estábamos como todos los domingos ubicados en nuestros lugares de la suerte, y con los nervios que se requiere para el disfrute-. Qué buena pinta tiene el seis -dije, y escuché un resoplido de alivio, que pasó de inmediato a la soberbia con el comentario.
-Gana seguro, flaco. Nos vamos a comer tranquilos que hoy ganamos.
Todo era como siempre; un domingo soleado, mucha gente, todo festivo, pero yo notaba que algo raro iba a pasar, como una sensación que me es difícil explicar, hasta que me sobresalté cuando se me vino a la cabeza la imagen de Cacho peleando un préstamo en el banco, la imagen de su mujer llorando y un turno en una clínica que yo mismo le conseguí. Me sentí palidecer, un frío me recorrió la espalda, miré a Cacho y él me estaba mirando fijo. Con la voz entrecortada y contradiciendo su cara dijo:
-Quedate tranquilo que ganamos seguro.
Tomé mis binoculares y me levanté lentamente. Me sentía débil y un poco mareado. Escuché a Cacho decir: “¿Qué hacés, flaco, te vas cuando me estoy jugando la vida?”. Moví mi cabeza tratando de negar la situación y sacudir mi mareo; me sorprendió lo firme de mi voz cuando le dije:
-La vida ya la perdiste, esto es sólo un espejismo.
Caminé por Palermo sin ganas de llegar a ningún lado, entré en un bar y mecánicamente pedí whisky. No podía sacarme de mi cabeza la cara de Cacho, no podía dejar de reconocer qué buena pinta tenía el seis, y que perder me iba a doler menos que la cobardía de dejarlo solo. Pagué y volví corriendo. Quería estar con Cacho, quería seguir con nuestros espejismos.
