Hace muchos años que no salgo de mi casa, sólo miro por la ventana y recibo algunas novedades de la mujer que me trae los alimentos. Me dedico a escribir y lo hago casi todo el día; por las no-ches leo algo y miro por la ventana. La noche me es más hipnótica que el día y puedo estar mirando las calles mojadas por la humedad un largo rato. A veces oigo a algunos muchachitos riendo sonoramente o haciendo chistes que creen inaugurar. Pero por lo general, si se sientan cerca de mi ventana, sólo llego a escuchar a sus celulares; a veces corro la cortina y los veo como autómatas con sus juguetes de colores, tan lejano del que tienen cerca que da lástima esa soledad. Yo si estuviese sólo como esos chicos que están juntos seguro que me sentiría mal, pero tengo a mi Pichu, mi perrito que es mi compañero, está viejo y casi no ve pero no se choca ninguna pared, conoce la casa tanto que no necesita ver para moverse en ella. Lo peor es la sordera: lo llamo y ni levanta la cabeza como antes, se va aislando de mi vida por culpa del tiempo, pero resiste y cuando lo tengo en mi falda le hablo e intenta mirarme y mueve la cola. Le acaricio la cabeza murmurando que no hay remedio para lo que él tiene, que una larga vida se paga a veces con sus síntomas, que tiene que estar agradecido por la vida que todavía tiene, y me sonrío pensando que tal vez él me está diciendo lo mismo. Escribo para un diario, no tengo necesidad de salir de mi casa y no salgo, me cuesta mucho vivir con algunas normas que impone vivir en sociedad, la mayoría elije esas normas. Entonces me guardo en mi casa. La democracia tiene sus cosas y la acepto. Tengo mi ventana al mundo y Pichu para hablar. Ya hace unos días que no camina casi y lo que más me preocupa es que no come. Hace unos días escribí para el diario un relato fantástico, imaginando un viejo que no podía salir de su casa porque estaba seguro que si lo hacia iba a morir inmediatamente; sintiéndose inmortal al resguardo de su casa comía y fumaba de forma suicida, una tarde que se sentía muy descompuesto llamó a su hijo; éste, al verlo tan pálido, lo llevó al hospital, entonces el viejo se desmayó, despertó en una sala con el suero puesto y al saberse mortal, murió con los ojos abiertos. En todo el relato pensé en mí; es que sé que mi corazón vuela si pongo un pie fuera de mi casa, que las luces me dejan sin ver y una bola de sonidos no me deja escuchar, me paralizo y sé que me muero si intento caminar por las calles como cualquiera. No soy capaz de eso. Pero Pichu necesita una inyección, necesita dormir y esperarme a mí. La veterinaria está a unas cuadras, puedo llamar y que vengan ellos para que Pichu vea antes de morir lo cobarde que sigo siendo, o mostrarle que puedo. Y eso hago: lo levanto, abro la puerta y salimos a la calle, no mueve la cola, yo apuro el paso. Llegamos tarde, la muerte llegó antes que la llamemos y mi amigo partió fuera de casa –casi pido que me inyecten a mí.
Gracias a Pichu salgo a la calle a menudo y me rodeo de algunos en el diario, pero debo decir que cargo con una soledad muy difícil de llevar, sólo me consuela saber que él me espera.