Sólo cuando se apagó el motor de la heladera nos dimos cuenta del ruido que hacía.
Cuando pasó, una lluvia de puntos grises acompañada de un áspero sonido dejó en claro que la trasmisión había terminado.
-Cuando se apaga esa heladera de porquería, termina el programa -se quejó el flaco y prendió un cigarrillo. Yo me levanté y fui a buscar soda a la “porquería” que teníamos de heladera. Me serví un vaso lleno y, para mi sorpresa, casi tibio.
-Flaco, ¿cuánto hace que pusiste la soda en la heladera? -pregunté sin dejar de mirar el vaso como si fuera culpa de él.
-Hace como una hora -contestó, cerrando la puerta del baño. Rápidamente me tomé la soda, más por bronca que por sed; los ojos se me llenaron de lágrimas por el gas, me limpié con la mano y salí a la calle. Afuera me esperaba un cielo color hormigón y una pesada humedad; la ropa se me pegaba al cuerpo y sentía que el aire me faltaba.
Llegué a mi trabajo sintiéndome sucio y acalorado. Lo primero que vi fue a mi jefe que masticaba un chicle de tal forma que parte de su bigote se introducía en su boca; cuando me vio simuló tranquilidad, y alisándose el bigote con sus dedos dijo:
-La verdad que no estoy de humor para aguantar que hoy también llegues tarde, mejor quedate en tu casa hasta que te llame.
Sabiendo que me iba a faltar plata en toda la semana me fui muy nervioso y enojado. Era conciente que tenia poca plata en el bolsillo pero también lo era que quería darle un regalo al flaco en la mañana; nunca pude regalarle nada y tenia la oportunidad de quedar bien en su cumpleaños. Compartíamos casa y gastos, hablábamos poco pues trabajábamos todo el día. Le debía más de una favor, él me consiguió muchas changas en las obras y pagó más de un gasto que
me correspondía a mí. El día siguiente era su cumpleaños y yo quería una vez en la vida poder regalarle algo. Conociendo sus gustos entré en la heladería más barata que encontré. Una desagradable persona llena de granos y nariz caricaturesca me escupía distintos precios, acepté el que podía pagar y sin sobrarme una moneda regresé contento con mi regalo y sin mi plata ni mi trabajo. Pasé por lo de mi vieja a que me insulte un poco por nunca llamarla y a comer algo; me quedé más de la cuenta y antes de oscurecer me fui a mi casa. Entré apurado (no quería que el flaco me vea), casi me caigo chocándome todas las sillas posibles, y puse el helado en el freezer, y con la mejor cara de tonto saludé al flaco que fumaba tirado en el sillón.
A la mañana me levanté y antes de decirle feliz cumpleaños fui a buscar el regalo.
La caja del postre estaba babosa, húmeda, derretida, justo para tirar a la basura, y eso hice, en un silencio sepulcral. Pasamos una mañana común, ese día especial. A la noche nos dimos cuenta del ruido que hacia la heladera solo cuando el motor se apagó. Nos quedamos en silencio viendo una lluvia de puntos grises y escuchando un triste sonido áspero.