“La cosa”

Por qué no ponerle un nombre, pensé la primera vez que me hablaron de “la cosa”, pero estaba muy nerviosa para detenerme en ese detalle. En realidad no me detenía en nada, era como un barquito de papel en el medio del océano. 

Cuando murió su madre se decidió y fuimos a vivir juntos. El primer año de casada fue lo que siempre soñé. Lo que me despertó fue el primer golpe que sentí, con tanto miedo como sorpresa, a medida que ponía la palma de mi mano en mi mejilla y me arrodillaba en un rincón del suelo, miraba a sus ojos y no podía reconocerlo; me miró fijo unos diabólicos minutos y se fue. Cuando llegó a la noche me hablaba como si nada y hasta preparó la cena. Creí que tal vez no fuese nada, sólo un arrebato del momento y punto –qué ingenua, pero eso pensé. Pasaron unos días de los más comunes, pero una tarde sin saber bien el motivo de su súbito enojo, empezó a gritar por no encontrar unas medias; cuando me acerqué me miró con esos ojos que no me dejaban reconocerlo y supe antes del golpe que me iba a golpear. El susto en ese momento fue porque no paraba de pegarme y ya en mi rincón me pateaba buscando lastimarme. Pasé unos días en cama, me dolía hasta pestañear. Las noches pobladas de pesadillas no me dejaban dormir. Ni mis anteojos de sol ni mi pañuelo podían disimular las huellas de su violencia. 

Los golpes empezaron a ser cotidianos y cada vez más fuertes. Vivía con miedo.

Una tarde que salí a la puerta a ver un poco el sol; mi vecina se me acercó y con aire decidido me puso en la mano un papelito; sin decir nada se fue. En el papelito estaba escrita una dirección. Sólo eso, sentí curiosidad y lo guardé. 

Otra vez, diciéndome que el no quería llegar a esto pero que en cierta medida yo se lo provocaba, que me lo merecía, que después de los golpes pasan unos días en lo que me encuentra mejor, que lo hace por mí. Mientras me decía esas palabras, no podía dejar de pensar en el papelito y en huir de la casa, de su vida. 

Me desperté temprano, él ya no estaba; me subí al primer taxi que vi, leí la dirección en voz alta. Después de temblar veinte minutos en el asiento trasero llegamos; pagué y me bajé para ver que la casa tenía cortinas a modo de puerta. Golpeé mis palmas y una nenita con pollera floreada me tomó de la mano y en el más perfecto silencio me hizo pasar a un lugar frío y oscuro. Cuando mis ojos se acostumbraron a la falta de luz, pude ver a una señora muy vieja que me hacía gestos para que tomara asiento frente a ella.

Con voz trémula y a la vez firme dijo que la “cosa” soluciona todo de raíz, que yo no tenia necesidad de contarle nada, que mi vecina ya se había encargado de todo, que sólo tenia que prepararle un té con unos yuyitos especiales y listo. Tomé la bolsita con hojas molidas y cuando me puse de pie la misma nena me tomó de la mano, me llevó hasta la puerta y señalándome un taxi me dijo:

-Ya no la va a abandonar –sin entender a lo que se refería, me subí al taxi mirando la bolsa de té como si nunca hubiese visto una.

A la mañana siguiente yo revolvía lentamente mi café mientras miraba como él tomaba el primer trago de té. Antes de apoyar la taza escuchamos la alarma de casa, revisó el patio, la apagó y se fue al trabajo. La tarde la pasé de un inesperado buen humor; cuando llegó me dijo de mala manera que yo bien sabía que no le gusta que lo llame al trabajo. No lo había llamado pero preferí no contradecirlo. Se sentó a comer; su teléfono vibró en la mesa de vidrio, deslizó su dedo para leer el mensaje y palideció al tiempo que soltó el celular. Pregunté con suavidad qué pasaba y me dijo que su madre preguntaba cuando se dignaría en pasar a verla. 

-Sólo es un chiste de mal gusto -comenté mientras servia la cena.

-El número del mensaje es del teléfono de ella -dijo, con miedo en la voz. Nos quedamos en un pesado silencio que se rompió cuando empezó a sonar la música de su celular anunciando una llamada. Miró la pantalla y rápidamente apagó el celular. Me dio miedo preguntar. Comimos sin ganas, lentamente, dije por decir algo que me iba a comprar un celular, ni me miró. Casi saltamos de las sillas cuando empezó la música de su apagado celular; ahora sí me miró con terror y se fue casi corriendo a la habitación. Tomé el celular, miré la pantalla y vi la foto de su madre. Atendí y escuché una voz cavernosa que decía: “ya está”. Corté tranquila, como si el llamado fuera de lo mas común. Levanté los platos; sentía una paz olvidada; me dirigí a la habitación; todas la ventanas estaban abiertas, él estaba en un rincón temblando y llorando (conocía en carne propia esa situación).

-¿Qué pasa? -dije y no me sorprendió sentirme cómoda con su estado.

-Mamá estaba acá sentada en la cama, estaba enojada conmigo.

-¿Y dónde está? -dije, sin tratar de disimular una mueca burlona.

-Se fue por la ventana.

Me reí como nunca me había reído. En sus ojos lo reconocí y no sentí nada, cerré la puerta dejándolo solo y fui a la cocina. En mi silla y dándome la espalda, había una persona sentada. Me detuve como ante un pozo y quedé helada. “La locura lo lleva”, dijo y por primer vez entendí. 

-¿Quién es usted? -pregunté mientra me acercaba a la figura.

-Ahora, su madre – dijo, dándose vuelta. La calaverita me recordó rápidamente la cara de mi suegra. Gritando corrí hacia la habitación; él estaba en un rincón con la cara de terror hacia la ventana. Y muerto. 

Viviendo sola y sin sentir el duelo pasaron los días. Una tarde, tirada en mi cama ya con mi celular nuevo bajo un lento ventilador, trataba de ver todas sus funciones. Así entré a la carpeta de fotos y vi varias en las que me encuentro durmiendo. Sé que no vivo sola del todo; sé que ahora, más tranquila, tengo que ponerle un nombre a “la cosa”. 

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