Juguetes

Cuando era chico me gustaba tener algunos juguetes en sus paquetes, sin abrir, dilatando el momento en el que los iba a usar o sólo tenerlos así y mirarlos en la repisa de mi habitación. No faltaba algún familiar que con obscena razón decía: “Para que lo querés si no lo usás” y me miraba con cara de haber dicho una genialidad. Yo me quedaba callado, guardando mi estético argumento y les sostenía la mirada. 

Una vez me compraron un Mazinger que debía compartir con mi primo; ese no era tanto el problema, el tema es que el vivía a varios kilómetros de mi casa, entonces alguna persona mayor e imparcial decidió quién lo iba a tener primero unos días. Me tocó segundo, y aprendí tres cosas: que no debía sostenerle la mirada a los adultos, que la promesa de un juguete no me interesa y que Mazinger amputado no tiene gracia. 

Me pasaba algo que debía avergonzarme pero no podía, y es que en mis cumpleaños esperaba a los que sabía que traían regalos importantes, pero me redimía de mi genuino y mal visto interés con la delicadeza de actuar como el mejor, cuando una vieja venía con un par de medias y, sonriendo, esperaba que le dijera algo y yo decía algo, sin sostenerle la mirada. 

Tengo recuerdos de familiares y amigos de mi familia, porque algunos me traían algo y otros disimulaban esa falta con infames excusas. Tenía un tío que siempre me regalaba guantes; vivía en un país del Caribe o algo así, cuando me veía comentaba lo grande que estaba y que él me conocía muy bien; yo me reía mientras intentaba ponerme un guante grande y duro en el pie. Él se ponía serio y repetía “en la mano, en la mano”. A mí me quedaba una mano caricaturesca. Entonces aprendí otras cosas: que mi tío nunca me conoció, que el béisbol es horrible y que no hay como el fútbol. 

Mi vieja era la única del barrio que tenía por amiga a la dueña de la juguetería. Yo, muy iluso, esperaba que ella me regalara alguna novedad, pero cuando llegaba para tomar mates con mi vieja nunca pasaba de unos scones. Me miraba y diabólicamente señalaba lo que había traído; sabía lo que yo esperaba, me odiaba, su mirada insecticida todavía se me aparece en sueños. Mi vieja me preguntaba por mi aspecto inconsolable cuando su amiga se iba, pero siempre tuve mi orgullo y facilidad para insultar en voz baja. 

Los juguetes fueron siempre motivo de ilusión y desilusión en mi niñez. Cuando mi viejo me compró el juego para armar, juro por Dios que era, es, y será imposible siempre armar el dibujo que trae en la tapa. Encima venía con una mapa-guía que sólo generaba mas frustración. La tapa mostraba un impecable avión blanco y mi realidad mostraba un chorizo (blanco como el avión) con varias piezas sueltas. Pero no todo era tan malo, alguna vez me compraron la esperada bici y eso si marcó mi vida. Tuve una caída tan fuerte que mantengo hasta hoy, como recuerdo, una leve renguera. Cuando me trajeron a Pichu, mi perrito, fue lo mejor de lo mejor; fue mi amigo (no mi mascota) hasta que por seguir vaya a saber qué, lo aplastó un colectivo. Hoy, a varios años de estos recuerdos, cuando tengo que comprarle algún juguete a mi hijo, trato por todos los medio de negociar, y a veces -sólo a veces- gano y le compro un buen helado.

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