Me puse un caramelo de menta en la boca y salí de mi casa apurado; tenía prueba en la facultad y estaba a punto de olvidar lo muy poco que había estudiado. Resignado a llegar tarde aflojé el paso y hasta casi lo tomé como un paseo. Disimulando mi llegada me senté en el único lugar vacío del salón. Al segundo, se sentó al lado mío un chico que no creía haber visto antes en la facultad, de rasgos aindiados, de tez marrón claro, y gestos amistosamente tímidos. No terminaba nunca de acomodarse en la silla y de mirarme. Cuando nos entregaron la hoja de la prueba, me di cuenta casi antes de leer la consigna que no sabía nada de nada. Ya resignándome a resignarme por segunda vez en el día, me tiré resoplando para atrás en la silla. La verdad, debo decir que no vi en ningún momento a mi compañero escribir su hoja, pero lo cierto es que en apenas unos minutos su hoja estaba completa, su prueba terminada y, lo más interesante, al alcance de mi entusiasta mirada. Honré su “cortesía” copiando lo más prolijamente posible. Cuando terminé, quise mirarlo para agradecerle pero ya no estaba a mi lado; lo busqué con la mirada por el salón pero no lo encontré; el profesor pasó buscando las pruebas y yo me inquietaba mucho al ver la hoja de mi compañero abandonada en la mesa. Decidí doblarla en varias partes y guardarla en el bolsillo. Cuando pasó el profesor por mi lado entregué la mía.
A la semana siguiente, salí de mi casa chupando mi caramelo de menta, y con paso relajado. Cuando llegué a la facultad fui directo al papel pegado a la pared. Mis ojos encontraron mi apellido y la nota, antes de sentir alegría escuché que alguien decía al lado mío: “Te felicito flaco, te sacaste de encima esta materia”. Miré quién me hablaba y volví al papel, mis ojos encontaron su apellido, Lencina; confieso que también sentí alegría, pues no lo aguantaba.
-Dan otra oportunidad la semana que viene, ¿no? -pregunté por preguntar; se fue sin contestar. Caminaba por la facultad con una alegría incomoda, con ganas de confesar el porqué de la nota, de compartir, ya que pocos habían aprobado. Llegué al buffet, pedí un café y antes de probarlo me di cuenta que Lencina se acomodaba al lado mío y pedía otro café. Me dieron unas ganas invencible de saber el apellido de mi compañero de banco, así que le pregunté a Lencina. Me contestó con un enojo muy mal disimulado. Sólo me salió preguntar: “¿Solo?”. Ya casi gritando, Lencina dijo:
-Sí, solo. Eras el único de la clase que estaba sentado solo. Si llegaste ultimo -agregó, como culpándome. Antes de sentir vergüenza porque todas las miradas se posaron sobre mí, pensé en la hoja que doblé en varias partes y que guardé en mi bolsillo. No pude dejar de notar que mi corazón se inquietaba como un gato dentro de una bolsa. Salí del buffet con zumbidos en los oídos y con paso nerviosamente apurado, sólo pensando en la hoja. Me choqué a alguien que venía en sentido contrario, me miró y no tuve dudas que era él, lo que nunca supe es quién era él. Sentí que Lencima me llamaba. Me di vuelta para aceptar un tipo de disculpa, o algo así me pareció entender, y cuando volví la mirada ya había desaparecido como la tarde de la prueba.
Llegué a mi casa aturdido por los nervios y fui directo a mi habitación, al pantalón, al bolsillo de atrás, a la hoja en blanco.