Salí de mi casa con la intención de ver llorar a alguien por la calle, y sacarme la ansiedad de esperar su llamado, de escuchar la voz mi hijo diciéndome que tan mal no está en España. Así llegué hasta una plaza; sentada en el banco veía el pasto cortito y profanado por los perros. Un hombre dormía tapado con diarios que amenazaban a cada instante con abandonarlo; una nena desobedecía prolijamente el llamado de su madre, que con creciente enojo le gritaba; dos adolescentes fumaban marihuana mirando para todos lados sentados en el pasto que, supongo, miraron antes. Elena me había dicho que es imposible ver llorar a la gente por la calle; yo dije que no es tan así, que sólo no prestamos atención. Sentada, miraba: una pareja discutía cerca de mí, presté toda mi atención para ver si lograba ver alguna lágrima que contradijera a Elena, pero la mujer era fuerte y mantenía mucha entereza en la discusión; hasta que se levantó y con paso tan rápido como decidido se alejó. Entonces lo miré a él, a ver si lograba verlo llorar, pero sólo sacó un celular y lo acribillo con los dedos unos minutos, y después, como quien termina un trámite, se fue. Un auto último modelo estacionó, un hombre vestido de traje bajó con un bidón que colocó en el techo, mostrando por ese medio precario que vendía su auto. Se acomodó el traje, hizo sonar la alarma del auto varias veces, como dando a entender que la está aprendiendo a usar, y se alejó con las manos en los bolsillos. Marqué el número escrito con negro en el bidón; una voz ronca atendió; dije a los gritos que su auto estaba todo abollado por culpa de un colectivo que lo chocó y se fue. Esperé apenas tres minutos cuando el del traje llegó, colorado, agitado y con cara de asombrado apoyó sus dos manos en el auto. Recuperando el aliento y mirando para todos lados insultó, no sé si de alegría o de bronca; lo que sí sé es que no se le vio ni una lágrima. Se subió al auto y se abrazó al volante; seguramente lloró pero no contaba, no estaba en la calle, estaba en el auto. Una anciana se desplomó cerca de mí y unos muchachos la ayudaron a levantarse. No quise mirar su cara, me pareció muy forzado conseguir unas lágrimas así. Me levanté del banco sabiendo que con mi pasividad no iba a ver lo que buscaba ver. Creí que si paseaba cerca de la clínica tendría más suerte. Vi salir gente con cara de desilusión, de angustia, de ruidosa alegría, con silencio que inspiraba respeto, pero ninguna lágrima. Me alejé del lugar sintiéndome un poco indiscreta y bastante ridícula. Caminaba lento bajo un cielo plomizo; mi celular vibró dentro de mi bolsillo, lo saqué y miré la pantalla que me decía el nombre de mi hijo. Atendí rápido y con manos trémulas; cuando corté sentí mi cara mojada, sé que de alegría, no tanto por contradecir a Elena sino por saber que él estaba bien.