Llamadas

El teléfono sonó como siempre suena a esa hora de la noche en que todos están preparando la cena o cenando. Fernando, ya sabiendo lo que iba a pasar cuando levantara el tubo, se dirigió cansinamente hacia el teléfono y levantó el tubo: una voz ronca pedía dos pizzas con anchoas lo más rápido posible a Rivadavia 1673. Fernando, con su mejor voz actoral, le notificó que ya salían para ese lugar y que por esta noche con el pedido iban de regalo dos bebidas a elección; la voz ronca carraspeó y dijo “cerveza, muchas gracias”. Fernando colgó y, con una sonrisa infantil en su rostro, se sentó junto a su gato que lo miraba fijo, prendió un cigarrillo y acomodó sus viejos recortes de diarios cuando sonó un largo timbre. Tenía pensado seguir con su raro pasatiempo de pegar en la pared publicidad de negocios muy viejos pero otro timbre lo hizo abandonar. Abrió y no había nadie; pensó en alguna justicia divina y volvió al lado de su gato y sus recortes. El teléfono volvió a sonar cuando el ya casi estaba resuelto a darle de baja y usar solamente el celular. Una voz de mujer pedía con morrones a Bolívar 677. Fernando, cansado de saber el futuro de la llamada, preguntó si abonaba con cambio, colgó y desconectó la línea telefónica. Con el silencio como algo novedoso se limitó a fumar mientras recortaba las amarillentas hojas de los diarios, y a pensar tonterías. De vez en cuando, algunas palabras la decía en voz alta dirigiéndose a su gato que con intencionada indiferencia lo miraba. Se preguntaba, con rara curiosidad, cuanto tardarían voz ronca y voz femenina en darse cuenta que llamaron al número equivocado; esta situación la había vivido muchas ve-ces pero ahora estaba saturado y no pensaba conectar la línea. Dos timbres largos sonaron demasiado fuerte en el silencio de la casa. El gato maulló enojoso y con sensual lentitud se subió a un sillón negro. Fernando abrió la puerta: un hombre obeso con cara de niño gigante y una mujer delgada hasta la preocupación y algo agitada, lo miraron en silencio. Fernando, incómodo, preguntó que deseaban, el hombre contestó:

-Las dos con anchoas y las cervezas bonificadas. 

La mujer dijo:

-Traje el cambio -y cuando iba a terminar de hablar, Fernando levantó la mano parándola.

-Esto es una casa de familia -dijo, pensando en él y el gato. Un súbito nerviosismo no lo dejó continuar. Los visitantes se quedaron quietos en su lugar mirando cómo Fernando temblaba. La mujer le puso una mano en el hombro y con voz suave dijo:

-Tranquilo, sólo es un mal entendido y nada más.

Fernando miró al gordo que le guiñaba un ojo y le dedicaba una sonrisa.

-Pasen -invitó Fernando sin saber bien lo que hacía. La mujer y el hombre se miraron sonriendo y sin dudar pasaron a su casa.

-Veo que estas en familia -bromeó el gordo a ver sólo al gato en la casa; la mujer lo miró seria y la sonrisa del gordo murió al instante. Se sentaron a una mesa redonda; un silencio pesado interrumpía la pregunta que Fernando tenía que hacer. La mujer, al notar que los nervios no lo iban a dejar hablar dijo:

-Me di cuenta que había marcado mal el número porque, aparte de la tardanza, volví a llamar para preguntar qué pasaba. 

El gordo, sintiéndose menos torpe al ver la torpeza ajena, dijo:

-El almanaque de la pizzería tiene el último número hecho entre un dibujo y un dos, pero me sentí ridículo al darme cuenta tarde que era un tres. Vivimos en una cuidad muy chica -continuó el gordo, tocándose el mentón-, entonces fue que lo pensé. No lo iba a dejar pasar, era una mentira con alevosía, pero confieso que no era eso lo que me llevó a la guía, sino la curiosidad.

-Lo mismo me llevó a mí -casi gritó la mujer, y en un susurro siguió:-. Por más chica que sea la ciudad, buscar un número y no un apellido es bastante molesto. 

-Es verdad –se apuró el gordo- pero la curiosidad nos hace hacer cosas raras –y miró cómo el gato se desperezaba en el sillón. A la mujer el silencio de Fernando se le volvió enigmático y por decir algo, mirándolo a los ojos, confesó: 

-Le debo un disculpa -y aclaró-, cuando llegué hasta su puerta toqué timbre pero no me animé o no supe qué decir cuando usted saliera a atender, entonces me alejé unos pasos; cuando salió lo observé mirando para todos lados y entrar, y en eso el señor se acercó -miró al gordo sonriendo- y tocó timbre. Unos segundos antes que usted saliera me acerqué y los dos le hablamos como usted bien sabe.

-Pensé que habían venidos juntos -dijo por fin Fernando.

-No -contestó rápidamente la mujer, como no queriendo esa compañía.

El gordo se había levantado y caminaba lentamente por la casa, mirando cada mueble y haciendo crecer más los nervios de Fernando. En un momento los miró a los dos y asumiendo lo absurdo comentó:

-Como ustedes bien saben -miró a la mujer-, como usted bien se encargó -miró a Fernando-, yo no he cenado. ¿Hasta qué punto es una ridiculez si pedimos algo para cenar?

-A mí me parece bien -dijo la mujer, mirándolo inquisitivamente a Fernando. Éste asintió y en silencio se agachó para conectar la línea. “Llamo”, dijo el gordo mientras marcaba el número. Pasaron veinte minutos hablando trivialidades, haciendo chistes y mostrando una confianza inverosímil. 

-Creo que no es la curiosidad sino la soledad -dijo Fernando y hasta el gato lo miró sorprendido. 

-Me gustaría disentir o compartir pero antes tengo que escuchar tu argumento -reclamó de forma muy animada la mujer. Fernando prendió un cigarrillo, como tomando impulso para una larga explicación.

-Supongo -empezó, dudando- que de no encontrarnos solos, muy solos, pasaríamos de largo por el hecho de marcar mal un número, que algunas curiosidades se despiertan cuando no tenemos mejores estímulos, que estamos acá porque estamos solos, que vamos a cenar los tres juntos y sobre todo solos. Dejé que pasaran y vinieron por lo mismo. Estamos solos, no conozco sus vidas ni ustedes la mía pero nos reconocemos. Qué más da si ahora pregunto para qué vinieron, qué esperaban. Si sé que sólo se trata de soledad.

-No lo sé -dijo la mujer, con los ojos muy brillosos mirando al gordo. Éste comentó, evadiendo y con genuina preocupación:

-El que me atendió prometió una demora de diez minutos y pasó más de media hora.

Alarmado, Fernando preguntó: “¿A qué número llamaste? 

-A uno que vi pegado en tu pared -dijo el gordo, volviendo a sentir una torpeza conocida. La mujer miró la cara sorprendida de Fernando y pidió una guía.

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