Manías

Cuando entra el vino, salen los secretos.
René Lavand

Todo en el trabajo me venía saliendo con una prolijidad diabólica. Me pidió el diario local que consiguiera alguna nota con alguien destacado. Cuando pensé en el dueño del bingo, a mitad de la entrevista me di cuenta el poco interés que podía generar; creo que se dio cuenta también él, porque empezó muy atento a mis preguntas y terminó mirando a cada rato su reloj.

Pensé en el párroco de la iglesia pero fue peor, no sólo porque no se podía fumar sino que antes de llegar a la mitad de la charla no podía disimular mis bostezos. Con una sonrisa nerviosa, el padre dio por finalizada la entrevista. Busqué la dirección y fui al comedor público más grande de la cuidad a entrevistar a las encargadas; sólo escuché a dos mujeres que no paraban de hablar y, lo peor, lo hacían las dos a la vez. Sabiendo que no iba a sacar nada bueno, leí las tres entrevistas y confirmé lo que sabía: nada bueno. Entonces pensé en quemar mi última chance, pensé que sólo un mago me podía llegar a sacar de ésta, y con esa ilusión fui hasta la casa de Héctor, el mago de la cuidad.

Sólo había leído de él que desde hacía unos meses revelaba sus trucos más famosos en el canal de TV local y que la gente quedaba con la boca abierta al ver revelada la ilusión. Anoté en mi agenda la primera pregunta y después seguramente esa respuesta me iba a llevar a pensar sobre la marcha la segunda. Que a sus 85 años cuente sus trucos no está mal, pensaba prendiendo un cigarrillo mientras subía los tres escalones para tocar el timbre de Héctor; una mujer obesa con vestido floreado y anteojos enormes abrió la puerta.

-Perdón -murmuré-, ¿podría hablar unos minutos con Héctor?

La mujer se sacó los anteojos y, sin dejar de mirarme, los empezó a limpiar con parte de su vestido. No iba a pasar nada, lo sabía; otro fracaso más; mi cuarta entrevista no iba a ser más que lo que me dijera la señora. No me podía ir peor, me decía mientras la gorda limpiaba en cámara lenta los anteojos. Cuando dejó de pasarle el vestido, los miró a la luz del sol, se los acomodó en su redonda cara, me sonrió y por fin habló:

-Claro, pasá y sentate que lo voy a buscar a su cuarto. Sólo te pido que apagues el cigarrillo. 

Mientras salía de mi asombro me acomodé en un blando sillón negro, saqué mi libreta y mi birome cuando sentí una mano que se apoyaba en mi hombro. Quise levantarme pero una voz dijo: “Por favor, no te levantes que yo también me voy a sentar”. Se sentó frente a mí con su bastón y una sonrisa permanente.

-Sólo son algunas preguntas maestro, para un diario en el cual trabajo -dije y me sentí ridículo.

-Con gusto, no tengo problemas, sólo aclaro que no soy maestro -dijo, sin dejar de sonreír.

-Perdón por lo de maestro. Mejor empiezo con las preguntas. Hay algo que me llama la atención y es que en los últimos meses usted revela sin problemas sus mejores trucos; los explica. ¿A qué se debe esto?, ¿es que piensa quedarse sin trucos? ¿O estoy subestimando? 

Iba a contestar cuando se abrió una puerta y entró una bandera floreada con dos copas llenas de vino; la mujer acomodó las copas en la mesa y se fue, arrastrando los pies. Héctor tomó un largo trago, lo dejó en su boca un rato que juzgué demasiado largo y tragó, cerrando los ojos. Luego volvió su sonrisa. Me miró y dijo:

-Entra el vino y sale el secreto. Quizás esté bebiendo demasiado pero a mi edad qué más da, dejo que salgan los secretos porque necesito lugar -dijo golpeando con el anillo del dedo meñique la copa, y siguió-. Revelar trucos es el permiso a trucos nuevos. Tengo la manía de pensar que con trucos nuevos alejo a la muerte, que ella no puede venir si todavía no perfeccioné mis nuevas ilusiones. Ojalá haya contestado tu pregunta -dijo y volvió a tomar de su copa. Yo había imaginado que la primera pregunta iba a disparar la siguiente, pero quedé mudo aunque sabiendo que iba sin lugar a dudas a tener mi entrevista.

-Sin embargo -pregunté, dudando de donde había sacado el dato-, su mejor truco, o mejor dicho el truco que lo hizo famoso (la galera sin fondo) no lo explicó. ¿A qué se debe? 

-Sólo espero el momento oportuno, revelarlo no es más que un camino, forma parte importante del nuevo. Soy un artista, no puedo sacar mi reloj del bolsillo, como lo estoy haciendo en este momento y hacer que mientras pendula ante tus ojos diga unas palabras para sacarte para siempre la adicción al tabaco, no puedo -repitió y lo dejó en la mesa junto a su copa casi vacía.

-Creo – dije, sintiéndome con súbita pesadez – que mostrar el secreto es un acto solidario, pero entiendo que es para seguir jugando, para volver a sentir que se es dueño de la ilusión. 

Mezclaba preguntas de las anteriores entrevistas; no estaba a la altura y me incomodó mucho.

-Digamos que con los años vivo de forma menos urgente. Dios es el dueño de las ilusiones, solidario puedo llegar a ser por azar, por seguir con mis manías -dijo y, tomando su copa vacía, volvió a golpear con su anillo e inmediatamente apareció la gorda para llenarla. Miró mi copa casi intacta, me regaló una indulgente sonrisa y desapareció.

Me levanté diciendo: 

-Gracias maest… perdón, gracias Héctor. 

-No es nada -dijo, dejando de lado el bastón y abrazándome demasiado para mi gusto, pero no me molestó. 

Salí de la casa de Héctor pensando que la entrevista había sido buena, tenía el secreto del porqué mostraba sus secretos, me alcanzaba para el diario y pensé que era mi mejor logro. Caminaba ligero; quería llegar a pasar todo en limpio en la computadora; llegué a casa; preparé todo y empecé a pasar de la libreta al monitor. Por costumbre prendí un cigarrillo, pero cuando di la primer pitada sentí un asco, que me hizo como una descarga eléctrica, y tiré el cigarrillo al piso. Sorprendido, lo volví a tomar; lentamente volví a fumar y la misma descarga eléctrica y el mismo asco. Pensé que siempre eran días perfectos para no dejar de fumar; hoy tal vez no y me concentré en escribir la entrevista. 

Leí varias veces y me gustaba mostrar el porqué de los secretos revelados, había algo poético, aunque sé que en el diario buscan la novedad; pero por una vez quise pensar en lo que me gustaba a mí y esto me gustaba mucho. Volví a sacar mi atado de cigarrillos sólo para tirarlo, cuando descubrí que en el mismo bolsillo, hecho un bollito, había un papel. Lo desplegué con cuidado y leí: “La galera sin fondo, explicación”. Gracias, amigo, por ayudar a mis manías.

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