Ratas

¿Puede que sienta vergüenza, si la miro mientras se viste? Si acabamos de hacer el amor como animales… pero sí, le da vergüenza que la mire mientras se viste. Cada uno con sus cosas, me digo, y no le digo que vuelvo a ver ratas en la cama. ¿Para qué? Si sé que me va a mirar asustada y vamos a discutir lo ya discutido. Ella mirará la cama atónita y con genuina sorpresa dirá que no ve nada; yo le diré que seguro que no hay nada y ese es el problema; ella, callada, seguirá mirándome y con una mueca de fastidio se terminará de cambiar. Lo molesto de esta acción es caer siempre en la repetición. Saldrá acentuando su enojo con un portazo, y yo me quedaré pensando que callar a veces no está mal. 

Me levanto y la encuentro en la cocina; sin mirarme, me pasa una taza con café. Me siento, ella de se levanta y se va; veo su café intacto con algunas tostadas en un platito; muerdo una, demasiado dura y un gusto a dentista invade toda mi boca: algo de mi muela se desprendió. Termino la tostada con molestia; voy al baño y me enjuago, siento una puntada terrible que me hace apoyar mi mano donde la sentí y cerrar los ojos por varios minutos. Salgo tomándome la boca y veo arriba de la mesa a las ratas que me miran. Una es grande, negra, gorda y con la cola sin pelo, rosada; la otra es chica, se mueve dando saltitos y casi siempre se para en su dos patitas traseras. Sólo me miran cuando las miro; el desagradable olor a dentista que despedía mi boca hizo que las ignore y busque el número en la agenda. Me dieron un turno y, cuando colgué, sentí que la puntada había desaparecido. Volví la mirada y las ratas ya no estaban, ya no las veía. Subí a la terraza a fumar; varios gatos de todos lo colores y tamaños me miraban curiosos; se mostraban muy inquietos. Apuré mi cigarrillo y salí de sus vistas, como obedeciendo a sus silenciosos pedidos.

Ella entra sin mirarme y a modo de saludo dice:

-No quiero escucharte más hablar sobre las ratas. 

Pienso (involuntariamente) en que sólo digo que las veo, no hablo sobre ellas, lo ignoro todo sobre ellas. Ahora, mirándome, pregunta con teatral asombro:

-¿No saliste en todo el día? 

-Me duele la muela -contesté y sonó a mentira. 

Al otro día, antes de subir a la terraza, un timbre largo hizo que apure mi paso hacia la puerta. Un hombre vestido todo de azul tenía en la mano una caja plástica con frente de rejas; firmé un papel y me la entregó. Cuando puse la especie de jaula en la mesa y vi un asustado gatito dentro, me di cuenta de que nunca me entendió. 

Cuando ella llega me mira con suficiencia y, a modo de saludo, dispara:

-Creo que te ayudará –yo no digo nada pero vuelvo a pensar (de manera involuntaria) que para eso, tal vez, ella no tendría que ver al gatito. 

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