Realidades

Picar con un alfiler los ojos de un caballo; ver que mi muñeco de la infancia me sigue con la mirada; que la risa de cualquier payaso me da escalofríos; que un gato o una rata me muerden la cara; que por más esfuerzo que haga corro más despacio que mi perseguido; que el estómago me sube al cuello en una caída sin fin; que camino por el centro de la ciudad desnudo; que me veo en el espejo y sonrío sin dientes. Pesadillas comunes que me persiguieron toda la vida. Pero en la realidad me esperaba mi mayor miedo. Soy una persona muy nerviosa; esto hizo que nunca pueda dormir bien, pero en el último tiempo, que es de lo que quiero hablar, se ha agudizado hasta el extremo. Ahora que ya poco o nada importan las formas puedo decir que tuve, tengo y tendré repulsión por los tuertos, sí, tuertos; y mucho más lo que tienen ojo de vidrio. Lo cuento, lo imagino y tengo que parar por la impresión. Un ojo quieto, seco, artificial, muerto o mejor dicho no vivo; quiero seguir describiéndolo pero el asco me frena y respondo. Me quedo sin poder seguir, entonces mejor que empiece por contar la primera vez que encontré al viejo. Estaba en la puerta de mi casa medio dormido en su silla de ruedas; me acercqué y toqué su hombro; me miró, quedé helado, mudo y a la vez con ganas de gritar. Toda mi atención sin disimulo estaba en su ojo muerto. Su maldito ojo destinado a la estética anulaba mis otros sentidos y sólo me quedaba la vista para el horror. Así es que no puedo contar con exactitud lo que me dijo esa primera vez, sólo que me habló de algo referido a una rifa. Recuerdo entrar a mi casa agitado como si me hubiese corrido un lobo. La imagen del ojo pobló todos mis sueños: me despertaba con palpitaciones y muy cansado. Prefería la cuenca vacía, negra y cosida, es más sincera que ese intruso destinado a maquillar y tapar la verdad. Traté de olvidarme pero me fue imposible: todo lo relacionaba con él. Una pavada como la piel arrugada de una naranja en la frutera me recordaba las mejillas del viejo, y eso me llevaba al ojo, al odio. Mi personalidad nerviosa se agravó. Creo que por el alto nivel de ansiedad de esos días fue que volví al sonambulismo; me despertaba en el baño, en el patio, en cualquier lado; a veces en la cama con dolores en todo el cuerpo. Pocas cosas debilitan tanto al hombre como el sueño. Me acostaba en la cama boca arriba con todo oscuro buscando el descanso, y sin saber bien en qué momento pasaba a otra realidad, encontrándome en la misma situación pero sabiendo que esta vez había también en la habita ción un murciélago; lo sentía volar hasta que sentía rozar una de sus alas en mi cara; creyendo despertar, me sentaba en la cama, prendía la luz y parado frente a mí, el viejo, ayuno de toda silla de ruedas, me miraba con su vista a medias vacía, me paralizaba y sólo escuchaba (como en un cuento de Poe) el tum tum de mi desbocado corazón –lo sentía como un pájaro enloquecido en la jaula de mi pecho y por fin me despertaba dudando de la realidad, temblando, sudado y con dificultad para respirar. Con terror me quedaba inmóvil en la cama. 

Cuando a la noche llegaba a mi casa y de lejos observaba la silla con el tuerto me venía un fuerte vahído; daba vueltas por las calles hasta que él desapareciera. 

Una noche, tarde, en la oscuridad de mi habitación, sentí como una piel fría de reptil se deslizaba por mi pierna; me puse rígido y temblaba a la vez, como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Con esfuerzo prendí la luz, me recosté y respiré hondo, buscando calmarme o despertarme. Cuando escuché un largo timbre, dudé en atender, pero otro largo timbre –esta vez acompañado de golpes en la puerta- hizo que me levantara. Cuando abrí, el viejo me mostraba unos números para que eligiera. Sin mirarlo, con una violencia apenas contenida, le pedí que se fuera. En voz baja, como un grito escuché un insulto. Algo dentro de mí se movió, rápidamente lo rodeé, empujé su silla de ruedas con decisión hasta la cocina, abrí el primer cajón, saqué el cuchillo de mango blanco y se lo clavé con la fuerza que da la desesperación. 

Despierto en el baldío contigua a mi casa con mucho dolor de espalda, mojado y muy sucio de barro. Ya en casa, confundido, entro al baño, abro la ducha y cuando en un momento me inclino para desvestirme cae como una bolilla el ojo del viejo. Quedo mirando como golpea contra la pared y lentamente se detiene al lado de mi pie. Lo pateo y pega en algún lado que no veo para volver a mí con diabólica insistencia. Cierro todo y me acuesto sucio. Boca arriba en mi habitación, con los ojos cerrados, busco despertar en otra realidad. Pero algo sobrevuela en la oscuridad, antes que me toque prendo la luz y grito como nunca grité al ver al viejo, al ver la cuenca vacía negra y abierta. 

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