Sin culpas

-Todas las cosas están rellenas de algo -dijo el gordo, pensando en voz alta.

-Hay vida mas allá de la comida -contestó el flaco y reconoció-, aunque hay que comer para vivirla. 

Mientras la noche daba paso a la madrugada los pedidos en la rotisería eran cada vez menos y la conversación, más lánguida. Con la silla dada vuelta y apoyados los brazos en el respaldo, el gordo miraba la última empanada como un león miraría con la panza muy llena una presa fácil. El flaco, viendo la debilidad en la mirada del gordo, citó:

-La única manera de librarse de la tentación es ceder a ella.

-Es verdad -dijo el gordo y completó-, puedo resistirme a todo menos a la tentación. 

Comía lentamente, pensando que una vez más había comido demasiado, que una vez más seguía comiendo cuando ya había comido, imaginando el malestar posterior. Visto por otro podía ser un detalle el hecho de que el gordo hubiera comido la primera y la última de las empanadas, pero el gordo sabía bien que siempre era así con él. Que siempre que paraban los pedidos en el negocio, el flaco invitaba a comer algo. Le aliviaba pensar que el día siguiente no comería tanto, le aliviaba pensar que el mañana no llegaría nunca. No quería meterse en eso de contar calorías, la tremenda cantidad que incorporaba por día, con las mínimas que perdía por semana, eran una locura de la cual al menos no quería ser conciente. Tampoco salir a caminar por caminar (aunque lo intentaba): un gordo caminando a buen ritmo no podía disimular que lo hacía por algo que no fuese bajar algún kilo, por más que llevase traje; él sabía bien que todos lo mirarían y sabrían que estaba tratando de disimular. Hasta era posible (pensaba él) que alguno lo siguiera para comprobar que no tenía destino, que sólo caminaba varias cuadras y volvía al mismo sitio por otras calles. Más de una vez sintió que alguien lo seguía para descubrirlo delante de todos, pero con astucia y pasos gimnásticos los perdía; cuando esto no alcanzaba, tomaba un taxi y calmaba su respiración con aire triunfal.

La tarde que sintió el enojo más profundo del mundo fue cuando, ya cansado de caminar y renunciando a todo, paró un colectivo, subió todo transpirado y con dificultad para respirar, miró todos los asientos ocupados, y un chico al verlo se levantó rápidamente y le dijo: “Señor, siéntese acá”. No había orden en su voz, sólo un profundo e inocente insulto. Nunca se sintió discapacitado o incapacitado para hacer un corto viaje en colectivo parado, pero tuvo que reconocer que necesitaba el asiento. Con la mirada fija y a la vez ausente, agradeció con un tono de disculpa y, tratando de soportar las posibles miradas, se desplomó en un asiento que le quedaba chico. Se sentía mal por ese tonito de disculpa que usó, por volver en colectivo, por querer comer una empanada, por sentir culpa al sentir que daba lástima. Ya en su casa, preparó una cena para varios y se sentó a comer solo, sin culpa, sin final. 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio