Pesadilla en el taxi

Bajé del departamento y tomé el primer taxi que pasaba cerca. Sin ganas de hablar, agradecí sin decirlo que el conductor condujera en silencio. Escuchó la dirección de mi destino, mirándome por el espejo y asintiendo con la cabeza. El clima agradablemente artificial del taxi me adormeció. Medio atontado, incliné la cabeza hacia atrás. 

Sentí unos movimientos bruscos que me despabilaron; me enderecé en el asiento, mirando por la ventanilla y me di cuenta, no sin algo de miedo, que íbamos a una velocidad altísima. Arriesgándome a tener una charla interminable, le dije al conductor si podía ir más despacio, pues yo no tenía apuro en llegar; vi su mirada en el espejito y adiviné una sonrisa de burla. Me tranquilicé un poco al notar que íbamos más despacio, pero algo me ponía muy inquieto. Empecé a pensar las distintas posibilidades, distintas vidas del chofer (vidas tan improbables como probables): tal vez fuese un buen padre de familia, que quiere terminar antes para poder ver a sus hijos que no vio en todo el día. Por la edad (no más de cuarenta) me gustaba pensar en esa posibilidad; un tipo que vive solo y se entretiene asustando a sus pasajeros, un suicida que no quiere irse solo y yo le gusté de compañía en su acto final, un asesino, un loco, uno que sólo se le fue el pie y aceleró de más. Mi maldita manía de imaginar quién es el que no conozco, me distraía un poco, pero sólo un poco, porque no podía dejar de ver como pasábamos todos los semáforos en rojo. Es más, me di cuenta que a veces aceleraba sólo para poder pasar en rojo. El enojo hizo a un lado al miedo y sin amabilidad disparé:

-Oiga, si quiere matarse espere que baje y si quiere hacerme enojar le anoticio que ya lo consiguió.

Lentamente se dio vuelta y mostrándome la sonrisa burlona que había adivinado, dijo:

-Yo sólo soy su tercera posibilidad. 

Sin entender nada de lo que comentó, quise bajarme pero las puertas estaban trabadas y aumentó la velocidad, creo que a fondo. Con una voz muy distinta a la anterior y sacudiéndome del hombro me decía, con tono creciente, que habíamos llegado a destino.

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