Rueditas

Por el costado de la calle, bordeando el cordón, el hombre empujaba lento y trabajosamente un carrito de supermercado; su rostro apergaminado de anciano estaba empapado de sudor; un aire de tristeza y desamparo lo acompañaban junto con dos perros flacos y sucios. Pasó lejos de donde yo estaba pero no impidió que un olor rancio me pegara en la cara. En un momento detuvo su marcha, miró el carrito como si nunca hubiese visto uno y, empujando levemente hacia atrás y más ligero hacia delante, intentaba enojosamente avanzar. Creo que el cansancio hizo que abandonara rápido y se sentó en el cordón. Un bostezo interminable me mostró algunos dientes podridos; pasó su mano por una barba áspera y blanca cuando hizo contacto visual conmigo. 

Bajé rápidamente mi mirada pero ya era tarde, no pude evitar y menos disimular un bostezo terrible; levanté lentamente la mirada y el hombre estaba mirándome fijamente con ojos ensangrentados, supongo que por el esfuerzo. Me iba a ir cuando escuché:

-¿Qué le pasa, por qué me mira así?

Pensé en varias contestaciones y como siempre elegí mentir:

-Yo no lo estaba mirando, señor.

Se escuchó una risa asmática que finalizó con una tos más un carraspeo y escupitajo que noté aliviador.

-Señor -dijo con una voz tan solemne como inesperada-, sepa que existen contagios inocentes y misteriosos, me alegra decir que tiene menos modales que yo para bostezar. No supe qué decir, sólo atiné a acercarme para empujar el carrito pero no quiso, diciendo que cuando se niegan las rueditas delanteras a seguir no hay Dios que las convenza.

-Bueno, déjelo ahí y vayamos que le invito un trago en el bar de la esquina.

-No puedo hacer eso -dijo, negando con la cabeza sin dejar de mirar el carrito y justificó:-. Mi patrimonio, todo lo que tengo está en el carrito.

Yo no pude más que mirar el basural que tenía por patrimonio y también negar con la cabeza sin saber bien lo que hacía. Cuando pensé en darle un billete a modo de disculpa escuché que me decía:

-Vaya tranquilo, que aparte de no beber, siento la mirada de asco o si le gusta más de compasión a menudo, y no lo culpo ni a usted ni a nadie. Es sólo que cuando sospecho que alguien me mira me viene un invencible bostezo. Creo que es un don que Dios me dio para descubrir a quien lo hace (como usted bien sabe, o bien comprobó, es contagioso). El tema es que no sé que sentido tiene, pero quién soy yo para discutir los caminos que toma Dios, si ni siquiera puedo seguir el mío por culpa de esas rueditas. 

No me gustó nada su tono de victima de telenovela barata y contesté:

-Yo no lo miré con asco ni compasión, sólo con curiosidad, y si quiere que le confiese sin ninguna gana de hacerlo se lo voy a confesar: con envidia. Sí, con mucha envidia y de la peor, porque usted es viejo, come mal seguramente, duerme mal seguramente, hace todo aquello que los médicos se asustarían de ver seguramente, y sin embargo tiene la fuerza, la maldita fuerza de empujar ese destartalado carrito del diablo; tiene fuerza para seguir con su terrible vida, tiene un motivo… cuando yo tengo, le aseguro, más que usted, cuando yo ya no quería más nada y lo iba a dejar todo. Dígame, ¿cómo hago para no mirarlo si usted tiene lo que yo perdí? Usted se equivoca aunque es una equivocación inteligente; no me contagió el bostezo solamente. Usted hablándome de otra cosa me preguntó: ¿quién se cree que es para abandonar todo?

El viejo me miró asustado; con un empujón mágico hizo que las rueditas respondieran a su mando y salió con más vigor que nunca. Cuando se perdió doblando la esquina, el olor rancio se iba a pagando a medida que iban creciendo mis ganas de llegar a casa y estar con los míos. 

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