Alarma

No me sorprendió darme cuenta de mi falta de atención a la tercera vez que leía la misma línea de mi novela; es que un ruido intermitente no me dejaba avanzar. La cerré sin poner el señalador y fui hasta la puerta para ver de dónde venia el desagradable sonido. La calle mojada por la humedad de la noche sólo dejaba ver un auto blanco, que al ritmo de las luces hacía el diabólico sonido. Sabía que el auto es del flaco que vive enfrente de mi casa; entonces crucé y toqué un largo timbre. Salió un hombre a medio despertar y apretando un aparatito en forma de llave apagó la tortura; no sólo no me habló sino que ni me miró en toda la sencilla y benefactora operación de apagar el sonido. Entré a mi casa con el silencio esperado pero algo impotente por la indiferencia del hombre. Lo sabía un tipo lacónico y somnoliento, pero esa noche tuvo intencionada indiferencia y eso me molestó y envenenó. Dormí mal, un sueño que nunca pude recordar me inquietó toda la noche.

El día siguiente en la oficina fue un simulacro del infierno personal; llegué a mi casa con un humor de perros y así intenté superar mi bendita línea, página 137 de Crimen y castigo, Raskolnikov se muestra enfermo y trata de disimular su estado, en eso estaba cuando el sonido infernal me sacó de la angustia placentera de mi lectura por la bajeza de la realidad. El mismo auto; la misma situación y mi misma reacción. Pero después del largo timbre nadie apareció; la espera me hundía en una bronca peligrosa incluso para mi salud. Me sentía mareado, me zumbaban los oídos. Volví a casa y me tiré en el sillón; cerré los ojos y milagrosamente la alarma se apagó, y una parte importante de mis nervios también. Sabía que no iba a poder dormir, ni lo intenté. Me serví una medida generosa de whisky y abrí mi libro. Creo que hasta me sonreí cuando, antes de terminar mi ya leída línea, la alarma empezó con más fuerza que nunca. Pedí perdón a la cara con mucha barba de ojos tristes de la tapa del libro y lo cerré. Mi bronca le dio lugar a una tristeza difícil de despegarme, mis lecturas siempre me pidieron un poco de soledad, un poco de silencio a cambio de cosas que sólo los que leen como una forma de vivir saben. Se lee porque el mundo no alcanza, recordé, jugando con lo que quedaba de los hielos de mi aguado whisky. Lo positivo de la derrotada continuidad de mi lectura era algo difícil de pensar; prendí la radio y la noticia de gente que se divertía por las noches incendiando coches me sacó un sonrisa; todo lo que se dijo después me aburrió. Aprovechando un inesperado y repentino sueño me fui rápido a la cama. Soñé que autos en llamas se deslizaban despacio por la calle sin que a ninguna persona le llame la atención. Todo en el sueño era silencioso; cuando quise llamar a un chico, pálido al extremo, que salía de una casa la voz no me salió: grité sin ningún sonido. Cansado por el esfuerzo me senté a ver los incendiados autos, hasta que uno me llamó la atención por lo conocido: era blanco, sin fuego alguno, conducido por un tipo (que en algún lado había visto) de larga barba. Lo terrible de ese auto era el sonido que producía –tuve que apretar mis oídos con las dos manos porque era insoportable. Cuando pensé que el ruido me iba a matar me desperté muy transpirado; mecánicamente llevé las manos a mi cabeza, el mismo sonido del sueño lo podía sentir despierto –eso me asustó. Salí decidido a hablar con mi vecino. Cuando abrí la puerta, toda mi visión y atención se las llevó un gran fuego que salía por debajo del auto envolviéndolo todo; sólo cuando la alarma empezó a fallar, mi sonrisa dejó de ser una mueca. Cuando entré a mi casa todo era silencio, sólo escuchaba mi propia risa.

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