La arena se veía desde mi ventana, no porque yo quisiera, sólo que al que la trajo le gustó ese lugar para ubicarla y en ese lugar quedó. Cuando llegué a mi casa la arena ya estaba; la había pagado el día anterior. Con la taza de café en la mano y mirando hacia la ventana pude ver a un hombre que con total naturalidad llegaba con un balde a la montaña de arena, se agachaba y lo llenaba. Quedé mirando toda la acción en completo silencio: cuando el balde se llenaba, le pegaba con la palma de la mano aplastando la arena; luego pasó inquisitivamente sus ojos por el balde y con aire satisfecho lo levantó tomándolo de una endeble manija de metal oxidado; se dio vuelta y empezó a irse de mi vista despacito. Antes de terminar mi café, mis ojos volvieron a la ventana y, lo que es más sorpresivo, al hombre -pero con un detalle que me sacó del silencio anterior: en esta ocasión se acercaba a la montaña de arena con dos baldes. No tuve dudas en salir a la calle y preguntarle qué estaba haciendo o, mejor dicho, porqué hacía lo que estaba haciendo. Cuando me acerqué estaba a mitad del primer balde, agachado y silbando.
-Oiga, yo pagué por esa arena, la tengo que usar para terminar mi habitación -dije, y me sentí ridículo por justificar la compra de la arena. Sin levantar la vista dijo:
-Y la va a terminar –para luego continuar con su silbido y su hurto. No sé por qué me intimidó su tranquilidad, su naturalidad. El tema es que lo dejé hacer y entré a mi casa nervioso y un poco impotente; tal vez exagere pero así me sentía. Desde mi ventana lo seguía con la mirada: llenó los dos baldes y, cuando los levantó, uno de ello se rompió y quedó con la manija en la mano y toda la arena desparramada. Miró al suelo, después la inútil manija en su mano y miró hacia la ventana, a mis ojos. Tiró con violencia la manija y pateo el balde caído y empezó a caminar directo a mi puerta. Pensé en no pensar más en el hombre, pensé en llamar a alguien, pero vivo solo y tengo muy pocos conocidos, y la policía me parecía un exceso, pero el sonido del timbre era inminente; lo que no me esperaba, era que el timbre fuera acompañado de golpes en la puerta, no esperaba tanta urgencia, y la verdad no sabía para qué me llamaba. Cuando abrí, encontré sus ojos rojos, su boca medio abierta por la agitación. Transpirado y con visible dificultad para hablar murmuró:
-Necesito un balde ,y usted lo sabe porque me vio.
Sorprendido, pregunté, acusatorio:
-¿Usted me pide un balde para poder robarme de manera más prolija?
-Sólo es un poco de sucia arena -escupió, y noté un cierto olor a alcohol en su aliento pesado.
-¿Sucia?, pero si llego hoy -contesté haciéndome cargo de lo absurdo de la situación. Le dije que balde no tenía y que estaba ocupado, que tenía que seguir trabajando. Abriendo la boca de forma desagradable se empezó a reír; pensé que no iba a parar más, pero una tos tan repentina como peligrosa puso bruscamente fin a la risa y quedó muy serio, con los ojos brillosos de lágrimas. Hasta el día de hoy no entiendo porqué le convidé un vaso de agua, haciéndolo pasar a la cocina de mi casa. Tomó el agua como si hubiese corrido durante una hora; sin agradecer, apoyó el vaso en la mesada; me miró y repitió que necesitaba un balde.
Tal vez fue lástima, o el pensar que llenaría los dos baldes y desaparecería, o no sé qué fue lo que me pasó, el tema es que le dije que me esperara, que iba a buscar uno al sótano.
Cuando bajé y prendí la luz, me sentí más tranquilo por liberarme aunque sea un rato de su compañía, pero de inmediato me puse tenso al imaginarlo solo en mi casa. Me intranquilizó a tal punto que no pude buscar, y cuando empezaba a subir rápidamente las escaleras sentí que se cerraba violentamente el sótano y escuché ruidos de muebles moviéndose. Después, sólo silencio.
No sé bien cuántos días pasaron de lo que acabo de escribir, lo cierto es que me desperté con mucha sed y dolor de cabeza en un hospital cercano, y que una enfermera me prometió que esa tarde me iría a mi casa. Mintió, pasé dos días más después de haber despertado; cuando llegué por fin a mi casa, confuso por lo que había pasado, con el relato insostenible de los médicos (pues no me creo que sólo me desmayé en la cocina), buscando las llaves no pude dejar de notar que mi montaña de arena se había desparramado un poco y que le faltaban al menos dos baldes.