Atalaya

Caídas generaciones de hojas muertas abrigan el suelo; el cielo plomizo deja caer una lluvia fina e intermitente; la gente camina con aire resignado. Son las ocho de la mañana y desde mi piso noveno se repiten los mismos movimientos una y otra vez, como autómatas: el colectivo rojo que tiene que frenar en la esquina, frena; el hombre gordo y pelado que toma el taxi en la puerta de la panadería, lo toma; la chica con pollera floreada que siempre corre doblando en la esquina y perdiéndose de mi vista, hoy también pasa corriendo. Esta vista tiene la seguridad de lo conocido, en la visión repetida se reduce la posibilidad de lo imprevisto, nadie da el paso para salir de este encierro… ¿serán plenamente concientes de su actuar? A las ocho y media el viejo del portafolio se tiene que parar en el cordón y un auto negro y largo se tiene que detener para que él suba; cuando esto pasa miro el reloj y dan las ocho veintiocho, lo acomodo confirmando mis sospechas de que atrasaba al menos un par de minutos. 

Es un lunes insustancial, me siento más desganado que nunca, y mi ventana me muestra los mismos movimientos que veo todas las semanas: ¿estará el secreto en repetir movimientos, apagar todo pensamiento, no cuestionar, dejarse llevar? Tendrá sentido sólo si actuamos mecánicamente, pienso mientras arriesgo un cambio en mi maqueta moviente y saludo a una niña que mira hacia donde estoy; su madre levanta la cabeza, me mira y rápidamente apaga el saludo de la niña bajando violentamente su mano y, como yo ya sabía, se suben al colectivo. Es que yo sé todo lo que ellos hacen, por lo menos en esas horas. 

-¿Por qué me pegaste? -pregunta la nena, con incipiente odio en los ojos. 

-Porqué no me gusta nada ese tipo. Desde hace años que siempre hace lo mismo, es un loco que lo único que hace es espiarnos. 

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