El olor a fruta podrida alimentaba su fastidio; miró una de las bananas, muy negras, que se pudrían en el centro de la mesa y no recordó cuando las había comprado. La arrancó de la demás sin tener que tironear demasiado, pero con la desagradable consecuencia de ensuciarse la mano con banana blanda, que se escapaba por entre la cáscara involuntariamente reventada. La tiró a la basura y murmurando insultos se lavó las manos. Antes de sentarse, echó insecticida para matar a las mosquitas que levantaron vuelo cuando separó la banana. Tratando de aplacar su fastidio siguió con la lista de cajas que debía comprar. Una de bizcochos canale, además de boca de dama, melitas, opera, panchitas, nevares… y cuando estaba por terminar de escribir okebon sonó el timbre. Miró la puerta, pensó en su crónico lumbago y siguió escribiendo. Impertinente, el timbre siguió sonando y él terminó su lista aguantando el maldito sonido. Se paró rápidamente como si nunca le hubiese dolido la espalda y con violenta decisión se dirigió a la puerta. Dos hombres vestidos de traje soportaban el calor y lo miraban de pies a cabeza desvergonzadamente, sin reparo, como miran los nenes. Él, reprimiendo la impaciencia, preguntó que deseaban. Uno de los hombres se apuró en decir algo sobre los arrepentimientos, el final de los tiempos y la llegada de alguien. Cerró la puerta materializando lo que pensaba sobre esa prédica, y el sonido quedó flotando en el ambiente. Sentado frente a su libreta, tomó una regla y trazó una línea debajo de la última caja que debía comprar, y con siniestra precisión fantaseó un simple plan. Todo dependía del poder de la predica. A la media hora, un timbre tímido lo hizo sonreír y con urgencia de fugitivo fue a atender. Los dos de traje lo miraban sólo a los ojos y casi no se movían. El que no había hablando antes, con una palidez de estatua en el rostro, murmuró unas disculpas. Él, cambiando toda su actitud, los invitó a pasar y se mostró dispuesto a escuchar lo bueno que es esperar el cielo en el infierno. Sirvió algo fresco y al ratito justificó unas galletitas con un café. El que murmuró el perdón cayó primero; el otro no terminaba de asustarse cuando se desplomó, el ruido asesino que hizo su cabeza en el suelo fue tan fuerte como una puerta cerrada con enojo.