Entre el alcohol y el apuro, tropezaba con las palabras al hablar. Ya su hibrido acento cortazariano se perdía en un murmullo ininteligible; lo escuchaba pensando en otra cosa y lo miraba sin ver. Abruptamente quedó en silencio, mirándome a los ojos con desesperación; esperaba alguna respuesta pero yo solo veía la locura acechando detrás de su mirada suplicante y roja. Recordé su pasada y sencilla elegancia mirando este actual contraste tan marcado, lo encontraba flaco hasta la preocupación, vestido y oliendo como si hubiese pasado algunas noches debajo del puente. Lo que más me llamaba negativamente la atención era ver su cara desencajada; recordaba cuando le veía la expresión concentrada de quien elige las palabras, cuando me hacía sentir que me escuchaba y respetaba mis silencios. No era él, era su diabólica caricatura; intenté entender algo de lo que hablaba y pude escuchar que había perdido el juicio -la verdad, de eso no tenía dudas pero no sabía a que se refería. En unos de sus pocos silencios me disculpé, lo saludé y me fui.
A los dos días recibo un inesperado y absurdo e-mail suyo que decía: “Me alegró mucho verte después de tanto tiempo, pero debo serte sincero (cosa que no pude en el momento) y decirte que te encontré muy mal físicamente, nervioso, desalineado. Me costaba entenderte cuando hablabas; supuse que estabas pasando un feo momento entonces traté de hablar más, de contarte de mi divorcio, del juicio que perdí ,que mi hijo vive con su madre en Francia y cosas así, pero no podía concentrarme. Te veía tan mal. Perdoná si te molesta que te lo pregunte pero… ¿volviste a la bebida? Me gustaría que me contestaras y sabés que si necesitás algo yo siempre estoy”.