Cuando la profesora de literatura ya no encontraba amenazas ni palabras que me hicieran callar, se paró, me miró con ojos rojos y, temblándole el mentón por los nervios, dijo:
-Vaya a la biblioteca y busque usted solito el libro que tenga ese cuento -y se sentó pesadamente en la silla.
Sus palabras quedaron flotando en mi cabeza y en el aula silenciosa. “No tenia necesidad de levantar tanto la voz”, me decía a mi mismo mientras las escaleras que me llevaban a la biblioteca me sacaban el aliento. Aparte, ese “usted solito” no me gustó nada; me decía cosas que me hacían enojar pero tratándome de usted. Cuando por fin llegué a la puerta de la biblioteca apoyé mi mano a modo de descanso y ésta se abrió haciendo un ruido de bisagras olvidadas. Entré. Un frío que no iba con el terrible verano que nos tocaba me provocó un escalofrío. Noté desmedidamente grande el lugar, pues tuve que caminar bastante para llegar hasta donde un hombre alto y encorvado me esperaba. Cuando estaba a un metro de él, sonrió mostrándome unos pocos y podridos dientes. No sabía si saludarlo o salir corriendo; mientras estaba por elegir mi segunda opción me dijo con voz ridículamente aguda:
-El cuento “El amigo fiel” se encuentra en el libro “El príncipe feliz y otros cuentos” –contestando a una pregunta que todavía no había hecho, se dio vuelta y desapareció detrás de unas cortinas oscuras. Me quedé parado donde estaba, quieto, no sabía si tenía que buscar el libro o esperar que él me lo trajera. Mi celular vibró en mi bolsillo y me sacó de la quietud; cuando iba a sacar el celular para ver el mensaje apareció el bibliotecario con su sonrisa de podridos dientes y dándome un libro negro dijo: “Acá no hay señal para tu aparatito”. Pensé que me mentía o tenía poca batería; no me gustó el tono de “tu aparatito”.
-La palabra celular no aparece en ese libro -dijo señalando el que me dio, y agregó- y es difícil que la puedas leer en algunos de esta biblioteca. Toda historia está hecha de aventuras, de encuentros y de-
sencuentros, deliciosas historias trágicas de amor, incomunicación.
-Sólo vine a buscar este libro y nada más -dije y no entendí mi tono de disculpa-. Aparte, no busco información ni nada que tenga que ver con el celular.
Él seguía con su estúpida sonrisa que ya empezaba a molestarme de verdad; no dejaba de mirarme a los ojos; despedía un olor raro.
Prendió un cigarrillo con manos trémulas y dedos amarillentos de nicotina, no me llamó tanto la atención que fumara en la biblioteca sino que lo hacía con una larga boquilla que sólo vi en algunas viejas películas. Intencionadamente me echó el humo en la cara y abandonando su tono agudo me dijo, con voz cavernosa:
-No dejes que el aparatito te robe el alma.
Me di vuelta y, apretando el libro en mi pecho, caminé disimuladamente rápido hacia la puerta. Estaba por empezar a bajar las escaleras cuando escuché un grito: “El alma es la aventura y el aparatito es el celular”. Me quedé congelado y en más bajo volumen escuché: “Perdón, sé que no te gusta que le diga aparatito”. Bajé tan rápido que me pareció muy corto el camino de regreso al aula; llegué tan agitado y abrí la puerta de tal modo que capté todas las miradas y sonrisas de los alumnos. La profesora me miró con asco y dijo:
-¿Ya encontró el libro? ¿Tan rápido?
Dudé en contestar; el “tan rápido” me desconcertó. Yo estaba seguro que me iba a retar por tardar tanto. Dije con un hilo de voz:
-Es que me lo buscó el bibliotecario.
Me miró como quien mira a una rata en la basura y escupió:
-¿De qué bibliotecario me habla alumno Pablo –yo iba a contestarle cuando agregó-, si hace dos meses que no tenemos a nadie en la biblioteca?