El dolor de panza lo hacía doblar como muñeco de plastilina al sol, sólo la vergüenza de ser mirado frenaba sus movimientos, aunque en una sala de espera es lo común. No creo que la gente venga por placer, pensó pero no se convenció, y siguió tratando de resistir el dolor lo más quieto posible. Cada vez que se abría una puerta era para llamar a alguien que no era él. Ya había esperado casi una hora, cuando una voz innecesariamente alta para el silencio de la sala dijo: “Rossi”. Se paró, inclinándose hacia delante, dando pasos cortos y rápidos. Necesita un baño pensó el médico, dejándolo pasar al consultorio.
Rossi se sentó en una silla frente a una escritorio chiquito; el médico cerró la puerta sin quitarle la mirada y se acomodó en la silla opuesta, con las manos apoyadas en el escritorio que los separaba.
-Bueno, lo escucho. Cuénteme qué le pasa -apuró el medico.
-No aguanto más el dolor de estómago -murmuró Rossi.
-Bueno, vamos a revisarte -dijo el médico y Rossi se quedó pensando en esas palabras puesto que sólo estaba el médico para revisarlo. Acostado en una camilla muy incómoda Rossi trató de quedarse quieto. A los veinte minutos dijo el médico que sólo era un ataque agudo de gastritis; algunas pastillas, evitar la comida picante y listo. Listo, pensó Rossi, yo que me sentía morir… es sólo pastilla y evitar algunas comidas. Bueno, dijo, extendiendo la mano para recibir la receta de las pastillas y la dieta. Agradeció y salió de la clínica al calor húmedo de la calle; subió a su auto dando muestra de dolor y condujo lentamente hasta su casa.
Una vez allí se dio cuenta que no había comprado las pastillas y no le importó. Tal vez haya sido el tono despreocupado del médico o simplemente que el dolor bajó su intensidad; cuando llegó se acomodó en su sillón, la pereza fue más fuerte que el dolor y se quedó mirando al techo escuchando a Charlie Parker.
Miró luego su cara en el espejo y lo que vio no le gustó nada: sus ojos grandes como en perpetua sorpresa, el pelo totalmente blanco, nariz filosa y orejas terminadas en punta. “Soy un asco”, se dijo en voz baja mientras empezaba a afeitarse. Un timbre cortito, tímido, casi inaudible sonó en el silencio de su casa; Rossi lo ignoró prolijamente y siguió afeitándose; terminó y pasó inquisitivamente su mano por la cara y quedó conforme. El timbre volvió a sonar y él no sólo lo escuchó sino que recordó haberlo escuchado un rato atrás. Fue a atender con el humor extrañamente renovado. Abrió y vio a una persona de su estatura y llamativamente parecida a él, a tal punto que a Rossi le resultó perturbadoramente familiar. El visitante quedó sin palabras mirando fijamente a Rossi, quien lo sacó del mutismo con voz trémula preguntando qué necesitaba.
-Disculpe, señor -dijo el visitante, y sin presentarse continuó-. Le pido que me escuche unos minutos, no se va a arrepentir.
-Lo escucho -dijo, sin dejar de mirar una cicatriz ya poco visible, ya en retirada, que le subrayaba la oreja y mostrándose impaciente. El visitante, al notar tal impaciencia, dijo atropelladamente:
-Escuche señor, yo puedo contarle los próximos treinta años de su vida.
Rossi interrumpió diciendo que bien sabía entonces que estaba por cerrarle la puerta en la cara en los próximos segundos; el visitante dejó escapar una risa espontánea y nerviosa y dijo:
-Sé que me toma por loco, pero no miento y puedo probarlo.
-No se haga problema -apuró Rossi-, me espera lo cotidiano adentro de mi casa. En mi vida le dejo la magia para usted solito.
Cerró la puerta no sin antes escuchar en voz baja como un lamento que decía: “qué lástima, va a seguir soñando que vomita conejitos antes de los dolores de panza”. Rossi se quedó pensando en su dolor de panza, pero no le dio importancia y tirando las llaves negligentemente entró a su casa. El mundo está lleno de locos, se dijo mirando cómo las llaves habían quedado justo en el centro de una preciosa edición de Bestiario. La luz parpadeó como presagio de una tormenta. Lo mejor va a ser que cierre todas las ventanas, se dijo cuando se cortó la luz y quedó a medio camino. Pero no se detuvo, conocía muy bien la casa y la podía recorrer sin mirar. Cerró las ventanas pero cuando apuró el paso para cerrar la que pensaba ultima sintió el golpe caliente y cortante de la ventana olvidada que estaba antes de la que pensaba última. Automáticamente se puso la mano donde sintió el corte y pensó en el visitante.