Con muy mala música en el alma salí camino al trabajo, maldiciendo minuciosamente a mi jefe. Sé que ese odio es un lugar común, sé que lo pensé varias veces y al principio me daba miedo y después empezó a ser más familiar hasta que se convirtió en una obsesión.
Respeto a los que se dejan llevar por sus impulsos, a los que no son hipócritas aunque les cueste la libertad; por eso respeto a todos mis nuevos compañeros. Volviendo al principio, todo el camino al trabajo lo hice con ansiedad y en ningún momento pude dejar de imaginar lo que iba a pasar; transpiraba más de lo normal y sentía que mi corazón se había vuelto loco en mi pecho. Llegué con aspecto sucio y con silencio gatuno me acomodé en mi lugar; mi pañuelo no daba abasto con mi perlada frente, tenía que lograr tranquilizarme. Miradas de soslayo y murmullos era lo que me rodeaba. ¿Por qué?, ¿alguien más sabía lo que iba a pasar? Contestando a mi pregunta interior se acercó “ella” y me dijo:
-Queremos que lo hagas ahora –y, sin dejar de mirarme, lentamente se alejó. No lo sentí como una orden sino más como una expresión de deseo. Alentado y acompañado me tranquilicé un poco. Sólo un poco, porque me inquietó “ella”, de tantos nervios recién entonces me di cuenta que nunca la había visto en el trabajo pero podía asegurar que la conocía, que la había visto muchas veces. Casi olvidé a mi jefe y “ella” ocupó mi cabeza; su mirada y su forma de hablarme me eran familiares, era la dueña de las voces que escuchara de chico, la que quería que hiciera cosas. Por un tiempo no la vi ni escuché, pero no tenía dudas de que era “ella”. Ahora, en mi trabajo, sentía sólo su mirada. Yo trataba de no mirarla pero tenía algo hipnótico: no pude evitar que nuestras miradas se enfrentaran; adiviné enojo en sus ojos y sentí miedo cuando caminó hacia mi lugar. Fuertes recuerdos de esa mirada acudieron a mi cabeza como pesadillas. Cuando estuvo cerca mío me dio una bolsa negra y dijo con la voz diabólicamente conocida en mi niñez:
-Quiero que lo hagas ahora.
La bolsa negra me temblaba en las manos; rápidamente la guardé en el cajón de mi escritorio. Estaba muy alterado y “ella” no estaba más en el lugar. Pero seguía escuchando cada vez más fuerte sus palabras, “quiero que lo hagas ahora”, más fuerte, más fuerte. No pude aguantarlo más y abrí decididamente el cajón y tomé el arma que siempre llevaba conmigo; pensé en la bolsa negra que debía estar en ese lugar pero no me importó. Sin ocultar lo que llevaba en mi mano, entré a la oficina del jefe; éste estaba escribiendo y levantó su mirada sólo para ver cómo apretaba el gatillo dos veces, acallando las voces y cumpliendo otra vez con “ella”, como “ella” cumple conmigo visitándome en mi nuevo hogar a diario y a cualquier hora.