Encuentros

Pasó muy cerca de mí un joven llevando en la mano una jaula con una inquieta rata dentro; su forma de caminar con pasos gimnásticos, moviendo exageradamente el brazo libre de jaula, me llamo la atención. Tal vez por ir libre de pensamientos, me quedé con la imagen del particular joven en mi cabeza, iba distraído y, por mi culpa, choqué mi hombro contra otra persona que venía en dirección contraria. El golpe borró la imagen de jaula, rata y joven. Sólo atiné a una rápida disculpa, la persona me miró nerviosamente a los ojos. Tenia una extremada palidez como a punto de un desmayo; temblaba y pensé que no podía hablar; incómodo resolví seguir mi camino. Me sentía inesperadamente inquieto por esos dos encuentros, tenía que ir a comer con mi mujer y mis hijos, así que apuré el paso y traté de tranquilizarme. Crucé cuando el color del semáforo me lo indicó y no lo vi venir (supongo que él tampoco me vió), el tema es que el ciclista pasó tan rápido y tan cerca de mí que todavía no puedo entender cómo no me llevó por delante; me quedé quieto en el medio de la calle mirando cómo lo perdía de vista doblando una esquina y escuchando las bocinas de los autos. Me senté en un banco de la plaza y buscando tranquilidad prendí un cigarrillo; una persona obesa como nunca había visto ni en dibujos animados se sentó a mi lado, me miró con cara de bebé envejecido y, con voz asmática, me saludó diciendo su nombre y tendiendo una mano que noté blanda y húmeda. Me sentía incomodo con mi compañero de banco, porque después de saludarme no paraba de hablar sobre el calor que hacía mientras se pasaba pañuelos de papel por su perlada frente. Prendió un cigarrillo (que, por su estado, pensé era lo último que iba a hacer en su vida) que se perdió entre sus enormes dedos y sólo se notaba cuando le daba fuertes pitadas. Me puse de pie y, diciendo que tenía que seguir camino y disimulando no haber visto su mano tendida, me fui.

Ahora sí, sólo pensaba llegar a mi casa, ver a mis hijos y preguntar las novedades cotidianas. Cuando llegué, la comida estaba servida.

-¡Justo! -gritó mi hija, sonriendo. Cómodamente me senté. Malena (mi hija) estaba más contenta de lo habitual, y mi mujer (Lucrecia) me preguntaba por qué estaba tan inquieto. Contesté que tuve una caminata extraña, ella sonrió sin darle importancia y miró cómplice a Malena animándola a que me muestre su nuevo regalo. Anticipando ese hecho, pregunté por Iván (mi hijo).

-En lo de la abuela -contestó rápidamente Malena, sacando de debajo de la mesa una jaulita con un tranquilo hámster dentro. Me sentí palidecer. Lucrecia, ahora sin sonrisa, me preguntó qué me pasaba. Yo, la verdad, es que no sabía y eso contesté. Entendí que debía decir algo, fingiendo sorpresa y alegría (que contrastaba con la honesta expresión de mi cara), con una ridícula sonrisa le dije:

-Es el mejor regalo del mundo.

De soslayo miraba la mirada preocupada de Lucrecia. Aprovechando lo entretenida que Malena estaba con su regalo, me desplomé en el sillón, prendí para no ver la tele, pues no dejaba de pensar en la jaulita. Lucrecia se acomodó a mi lado, diciéndome que tenía una noticia que me iba a alegrar.

-Te escucho -le dije y ella, sabiendo que no la iba a escuchar, se largó a hablar. Me contó que un tío de su madre (que aquella casi no conocía) le heredó una propiedad y que pensaba venderla para compartir el dinero con nosotros-. ¿Qué le pasó? -pregunté, por decir algo. Ella, bajando el volumen de su voz como queriendo que Malena no escuchara, dijo:

-Obesidad mórbida, asma y tabaco, supongo que deja poco a la imaginación. 

El gordo de la plaza se me vino a la cabeza pero lo deseché de inmediato. Ella seguía hablando pero mi atención la robó las imágenes de la pantalla: una bicicleta tirada en el medio de la calle llena de autos. Me levanté y fui al baño, me mojé la cara y cuando la levanté me miré en el espejo y no me conocí. Lucrecia me llamaba con tono preocupado, un temblor total me invadió y supe que no iba a poder contestar.

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