A Roy
Con la delicada firmeza de quien saca un pájaro de una jaula, intentaba sacar el chocolate mientras el kiosquero, de espaldas, buscaba una bebida que le acababa de pedir. Cuando ya tenía la bebida en mano, yo ya tenía lo que buscaba en el bolsillo; pregunté el precio de la bebida, conté mis monedas ya contadas y, con cara de sorpresa, pedí disculpas porque no me alcazaba. La adrenalina de las primeras veces iba bajando, ya no era lo mismo, pero yo nunca me confiaba; sabía que ese es el error del que tiene talento para el hurto. Las frutas de la verdulería de la cuadra eran lo más fácil de todo, usaba varias técnicas aunque la mejor era la más sencilla: con total naturalidad pasar caminando y tomar una fruta del cajón más lejano del local y seguir a paso despreocupado. Nunca me falló. Seguro que por algún comentario, Juan el verdulero empezó a sospechar de mí, y cada vez que pasaba por el local notaba su mirada seria, intimidándome, hasta que me alejaba. Creo que sentí miedo cuando el verdulero y el kiosquero hablaban mirando para el lado que yo estaba. Necesita-
ba adrenalina y robar una fruta en esta situación iba a ser muy arriesgado, entonces lo intenté. Pasé cerca de ellos y cuando estaba a casi dos metros observé de soslayo que no me miraban y tomé una manzana del último cajón. Hasta ese momento sentía mi sangre volando por mis venas y mi corazón con ganas de salirse de mi pecho a festejar, hasta que escuché un grito que hizo morir mi alma: desde adentro del local (y en todo el barrio) se escuchó: “¡Se está llevando manzanas!”. Asustado y todo, quise decir que sólo era una manzana pero no perdí tiempo en eso y empecé a correr como seguido por el diablo. No miento si digo que seguía disfrutando del golpe de adrenalina y de la emoción, pero todo se apagó y creo que mi infancia también cuando crucé la avenida y escuché el golpe (que nunca más voy a dejar de escuchar), me di vuelta y mis ojos encontraron a Juan en un charco de sangre y un auto subido a la vereda.