“No puede economizar tanto las palabras”, pensé cuando el estúpido sólo me hablaba con monosílabos y yo trataba de sacarle algo más. Se me heló la sangre al pensar que quizás era muy inteligente y sabía todo, pero mis nervios me hacen imaginar pavadas, estoy acostumbrado a eso, así que seguí adelante. Cuando puede hacer que el idiota dijera algunas palabras seguidas, me enteré que no había nadie en su casa. Pedí un vaso de agua y me invitó a entrar. Sabía que los padres eran gente de mucha plata y que robársela al hijo no era más que un trámite. Mi ansiedad llegaba al límite por su lacónica conversación. En un momento me dijo que sus padres estaban siempre en la bodega del sótano, pero él no podía bajar nunca; insultó y se fue al baño. Me quedé sorprendido por ese arrebato verbal. Cuando me di cuenta, empecé a caminar por toda la casa hasta que una puerta en el suelo me dejó quieto. Me agache y abrí; tanteando la pared prendí la luz, bajé una escalerita muy flaca pero firme; el cambio de ambiente y mis nervios me hacían temblar y castañetear los dientes. Me encontré en la bodega; rápidamente me dispuse a buscar algo de valor pero solo veía botellas y cajas por todos lados. Cuando escuché la voz del tonto que me llamaba me quedé quieto viendo hacia arriba, hacia la puerta de mi cielo que se cerraba violentamente. Subí corriendo y empecé a golpear, con enojo primero y con miedo creciente después.
No sé cuánto sé puede estar sin alimentarse, lo que me asusta más es la sed. Tampoco sé si estoy borracho o es resaca lo que me hace pensar estas cosas. Escribo con esta sucia luz mortecina y con mis manos que no dejan de temblar. Ya no escucho voces detrás de mi alta puerta, ya no levanto la cabeza con la ilusión de que alguien abra. Escribo y algo me calma, me río por no saber como llegaron el cuaderno y el lápiz a mis manos. El olor de lo que hice y hago a un costado es cada vez peor, creo que me falta el aire cuando duermo porque me despierto haciendo esfuerzo por respirar. Doblo las hojas donde escribo y lleno las botellas que tomo, las tapo y las dejo en el escalón más cerca de la puerta. Creo que hace tres días que ya no grito, que sólo espero.
Cuando una botella se rompió y dejó un color sangre mojando el suelo lo pensé. Tomé el vidrio más asesino que pude; me senté; apoyé la punta filosa en mis venas y apreté; deslicé con esa fuerte lentitud que alguien usó para abrir la puerta de mi cielo.