La valija

Apoyado en su bastón disimulaba la incertidumbre de sus pasos; olía las puntas de sus dedos con el ademán de quien se rasca la nariz .Tenía el pelo blanco, los ojos chiquitos y llorosos; estaba en una plaza; la tarde era nublada, el calor agobiante y la humedad insufrible. Sin embargo, se sentó a descansar en un banco. Descansar y recordar: su mente vagaba por momentos de su vida, de a ratos se le dibujaba una sonrisa triste o caía una furtiva lagrima por su cara sin que lo advirtiera. Volver a esos momentos, musitó, pensar que hubiera hecho otra cosa, recordar las dudas que todavía hacen dudar… Quería acordarse de momentos importantes de su vida, pero nada o casi nada tenía más fuerza, más nitidez que los hechos triviales, una vergüenza que al recordar volvía a sentir, un enojo con la persona amada, una mirada. Cosas tontas e indelebles. De repente se puso de pie y empezó a caminar por la plaza; no tenía apuro en volver a su casa; sacó de su bolsillo un cigarro y sin prenderlo se lo puso en la boca, volvió a olerse los dedos. Taciturno, caminaba por la plaza. Mañana me voy a sentir mejor, se dijo, y con el paso lento comenzó el regreso a su casa. 

De nuevo en casa, con la soledad, con el silencio, con el aburrimiento y el desgano (siempre el desgano), sentado en el gastado sillón negro con la cabeza para atrás, escuchaba en bajo volumen un tango muy viejo y afinado, sonido que venía de la casa contigua a la suya; esa música que, como el olor al tabaco, le hacían recordar buenos momentos. Medio dormido sonrió, medio dormido se animó, sintió ganas de un tiempo pasado sin la nostalgia de recordarlo, sin la tristeza de lo imposible. La música terminó y él despertó completamente, se volvió a acomodar en el sillón, puso su cara entre sus manos. Comenzó a llover.

El ruido fue tan fuerte que se levantó como si tuviera veinte años y apuró el paso hacia la puerta, pero una puntada fuerte en la zona lumbar lo trajo rápidamente a su edad y a su condición; acorde a su estado emprendió el camino notablemente más despacio y con visible muestras de dolor. Arrepentido de ese arrebato juvenil y la consecuencia que ya sabía, la de un dolor prolongado en la espalda, abrió la puerta, quiso insultar e insultó puesto que no había nadie, sólo la noche lluviosa y oscura. Se volvió a sentar en el sillón, entre insultos y dolor se acomodó como estaba. Esta vez el timbre sonó acompañado de rápidos golpes a la puerta. Se ve que el timbre no basta para anunciarse, pensó, mientras manoteaba lo que tenía a mano para apoyarse y levantarse del sillón, resoplando y rumiando no tan bajito. Abrió rápidamente la puerta y quiso insultar pero no insultó, lo que vio más bien lo dejó mudo. Una valija. Que ya empezaba a mojarse demasiado. Se agachó a conciencia flexionando las rodillas y con su espalda derecha, el peso era considerable pero no impidió que la llevara a una mesita que tenía frente a su sillón. Se desplomó en éste y contemplo la valija. No sentía interés alguno por saber qué había dentro (nunca le gustaron los misterios), en realidad toda la situación le provocaba sólo hastío. A él, que buscaba la tristeza en su memoria por placer, le tocaba vivir este absurdo. Miraba la valija más pensando en quién la habría dejado que en la valija en sí. Un cansancio invencible lo hizo cerrar los ojos y de durmió. 

Si bien el timbre que sonó ahora fue más moderado, no impidió que se despertara con el corazón galopando y zumbidos en los oídos. Otra peregrinación hasta la puerta, con la fuerte idea de acercar el sillón a ésta. Abrió por tercera y cansada vez y lo vio, parado, empapado, un hombre reducido en tamaño, inquieto, nervioso al límite de lo tolerable; miraba a un costado y al otro sin parar, hasta que fijó los ojos en los del viejo que miraba aburrido. Con un hilo de voz preguntó si podía pasar, el viejo sin soltar el picaporte se hizo a un lado dando a entender que sí. 

-Soy Juan -dijo el visitante, entrando con paso tímido.

-Bueno -dijo el viejo sin presentarse y fue directo a su sillón. Juan, sacudiéndose un poco y desconcertado por la actitud del viejo, lo siguió. Vio que se sentaba trabajosamente mientras que con el bastón señalaba la valija. A Juan se le dibujó una sonrisa infantil, y con voz no tan firme dijo:

-Perdone la molestia, solo buscaba esta valija y nada más.

-No es molestia –dijo el viejo con voz firme-, sólo fueron tres timbres tarde de noche, uno de los cuales no había nadie y los otros dos iguales de interesantes. 

Juan aceptó el sarcasmo y tomó la valija. Empezó a caminar hacia la puerta cuando escuchó la voz del viejo que continuó diciendo: “Si tuviera algunos años menos o algunas personas queridas al lado mío, hubiese vivido esto como un misterio, con intriga y ansiedad, pero no, todo eso quedó atrás para mí”. Juan, antes de llegar a la puerta, se tranquilizó al saber que el viejo no había abierto la valija. Sólo quedó duro como estatua cuando escuchó clarito la voz en muy bajo volumen que el viejo decía “enano de mierda”. Lentamente soltó el picaporte y se dio vuelta, miró a los ojos del viejo más con odio que con miedo a lo que iba a hacer, se acercó con pasos decididos, la voz del viejo seguía flotando en sus oídos, “enano de mierda“. Nunca le había molestado que le dijeran enano pero el tono que el viejo usó, o lo inesperado del insulto, lo enfureció de manera desmedida; o tal vez fueron todas las cosas que le pasaron en los últimos días y este insulto venía a terminar la locura que se empezara a gestar antes. Puede que hubiera más, tal vez, para explicar tanto enojo por un insulto: cansancio, nervios, saturación de emociones, lo que sea. Así, Juan se acercaba al viejo, con la razón nublada y sin dejar de mirar a los ojos de aquel. El viejo esta vez se sorprendió por la reacción de Juan, sintió lo que por años no sentía: interés, por saber que iba a pasar, no importaba qué tipo de acción se fuera a desarrollar, sino que generó interés. Se interesó por vivir, por estar en esa situación, por sentir ansiedad y un poco de nervios, quizás miedo, por volver a sentir la vida, aunque fuera por unos segundos, placenteros segundos, que fueron los que Juan tardó en llegar de la puerta al sillón y, sin detener el paso, sacó de su cinturón un brilloso puñal que clavó en el pecho del viejo, materializando toda la ira, descargando todos los nervios que le dio poseer la valija. 

Juan pensó que no podía sentir más odio, pero sí pudo, cuando el viejo con ojos muy vivos le dijo: “Gracias por terminar lo que a Dios se le olvidó”. Juan clavó hasta el fondo el puñal, ahora sí con todo el odio del que era capaz. Un trueno le puso sonido y luz a la imagen del enano saliendo de la casa. 

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