Libro de quejas

Debo decir que no pedí el libro de quejas, pero sí lo aproveché cuando una despreocupada secretaria me lo dejó muy a mano. Lo primero que anoté fue que en cierta ocasión me inscribí para un concurso de cuentos y, cuando llegó la fecha, me presenté no sin entusiasmo aunque con poca fe; pregunté tímidamente cómo tenía que hacer para dejar mi cuento, cuando un señor con sorpresa que juzgo burlona me anotició que el concurso era para personas mayores de sesenta años. Sin ganas de esperar a cumplir esa edad me retiré, sin poder saber porqué en ninguna lado decía esa condición. 

Lo segundo que anoté fue que en una ocasión vi un cartel anunciando un taller de literatura. Cuando me presenté, no con entusiasmo, el mismo señor con intencionado desgano me dijo que el cartelito era viejo, que los talleres ya habían pasado, y sonrió dejando escapar un sonido afónico.

La mirada de la secretaria al verme escribir tanto en el libro de quejas era de autentico asombro. Pero no quería dejar de decir que una vez asistí con mi familia, y ya sin ninguna clase de ánimo, a una feria del libro que el lugar había preparado, pero nos encontramos con mesas vacías y nadie que supiera qué había pasado. El mismo señor tomaba mates en la recepción y yo bajo ningún punto de vista me iba a acercar a preguntar que pasó con la feria, pero adiviné en su mirada la burla. 

Cuando dejé de escribir, más por la mirada inquisitoria de la secre-

taria que por falta de quejas, cerré el libro y sentí que alguien me tocaba el hombro; me di vuelta y la burlona cara me pidió el libro; se lo di despacio, sorprendido por la situación, y él me dijo, entre risas afónica, que era el encargado de llevar el libro de quejas. 

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