Intentaba estar lúcido, atento, y sólo se me ocurrían metáforas vulgares y futbolísticas. Sentía que podía refutar varios de los argumentos expuestos, pero mis explicaciones eran enredadas, con énfasis en lugares innecesarios, con cuotas de una pedantería que terminó por sorprenderme. Transpiraba mucho, tuve valor para afrontar mi miedo al ridículo y quedé callado; sentía que olía a establo, que todas las miradas eras para mí, que no sólo estaba equivocado sino que había estado ofensivo y grosero. Lo peor era que también yo pensaba eso. Acusando un malestar -veraz, aunque ocultando su origen-, me encontré en un salón tan grande como silencioso. Me tiré en un sillón que veía cómodo y al comprobarlo me calmé por completo. Esta situación ya la viví; ahora, sin que nadie lo note, me voy de la fiesta y se acabó todo. El deja vu no es más que una grieta del eterno retorno, pensé y sonreí. En todo caso, debo mejorar esta situación. El aplomo debe llegar, lástima que lo pienso muchas veces y es una la forma de notar que por el momento no llegó. Me fui de la fiesta sin que nadie lo notara (o debería decir: sin que a nadie le importe).
Ya en casa, con la comodidad que da el lugar conocido y acompañado por el más perfecto silencio, me serví vino. Me contradecía pensando que volví a beber más de lo habitual; me preguntaba, sin esperar contestarme, ¿qué es lo habitual? Mientras me duchaba, un cansancio súbito apuró mi llegada a la cama. Prendí el ventilador más para alterar el silencio de mi habitación que por el calor. El sueño no tardó en llegar. Me desperté cansado y, tratando de ordenar lo que soñé, como si fuera posible o necesario, empecé a tomar mates. Mis ojos se fijaron en algo brilloso debajo del bajo mesada, me levanté con más ganas de quedarme sentado y me agaché con ganas de morirme por el dolor de cintura, y estirando el brazo tomé una cajita que yo conocía muy bien; la abrí y vi que mis robados dólares en realidad estaban perdidos. Mecánicamente los conté, esperando que faltaran algunos, y con la realidad diciendo que estaban todos. Si los hubiese encontrado un par de meses antes seguramente me sentiría terrible por haber acusado y echado a la mucama, pero los encontré hoy y no me siento así. Pienso que ni la soledad de mi casa me libera del ridículo. Los cambio repentinos pueden alegrarme o ponerme muy triste, los cambios paulatinos son otra cosa. Pero acepto cualquiera de los dos, digo en voz alta, tomándome la cintura. Lo más probable sea que encuentre el numero de la acusada y deje pasar la posibilidad de redimirme, sólo por falta de interés. Ni siquiera sumándole que se encontraba con un avanzado embarazo –yo tenía ese estado como algo que la empujó al hurto y no algo terrible para la acusación, nunca imaginé que encontrar trabajo en ese estado es complicado. O tal vez lo haya encontrado rápidamente y todo sean pavadas mías, lo cierto es que me olvidé del tema y salí de mi casa para ir al masajista. Acostado boca bajo, desnudo y lleno de aceites, esperaba el alivio de los masajes. Cuando apoyó las manos en mi espalda supe que algo malo iba a pasar.
“De acá salís sin poder caminar”, reconocí la voz de la embarazada. Esto ya lo viví o solo estoy recordando y ordenando lo que soñé, tal vez el castigo me redima, aunque no me interese.