Mesa de saldo

Escondía su mano en el bolsillo disimulando un incipiente Parkinson; sesenta y muchos o setenta y pocos; alto; levemente inclinado hacia delante, miraba con entusiasmo juvenil la mesa de saldos. Levantaba cada libro con delicada lentitud, los dejaba en su sitio y se quedaba mirándolos como esperando algo por parte de ellos. Los más usados lo atraían más, se dio cuenta una empleada que lo miraba, aburrida. Se sobresaltó cuando ella se acercó y le preguntó si buscaba algo en especial.

-Sólo recuerdos, sólo eso, -murmuró sin despegar la vista de los libros.

-Recuerdos no vendemos -dijo, disimulando mal un bostezo. Él se sonrió sin mirarla y se alejó con ágil lentitud a otra mesa de saldos; la empleada lo siguió y cuando el viejo levantó otro libro preguntó:- Perdón, no entendí.¿Cómo que busca recuerdos?

-Cada libro es un recuerdo, un lugar donde lo leí, un momento de mi vida, cómo lo compré o cómo llegó a mis manos. Y cada libro que no leí es un mundo que no conocí, son recuerdos… Éste, por ejemplo -dijo levantando con trémula mano un ejemplar de La metamorfosis-, lo leí cuando era adolescente y no sabía qué hacer con mi vida… como si hoy supiese -agregó en voz baja-. Y aparte de gustarme, me hizo sentir menos solo, recuerdo ahora que pensé mucho en Gregorio -y dejó cuidadosamente el libro en su lugar.

-¿Y los que no leyó también le traen recuerdos? -preguntó, para molestar, la empleada.

-No, es sólo la nostalgia de lo que nunca pasó, decía un cantante o un poeta, ya no me acuerdo, pero me parece que era las dos cosas. Igual es un mundo que no conocí, le dije, es como la esquiva mirada de dos personas en un colectivo, y uno puede pensar en una historia de amor que no se desarrolló, un impulso controlado y consecuencias anuladas y cosas así -dijo el viejo, casi agitado y sin mirarla a la cara.

-Suena poético –confesó la empleada, mostrándose más respe-

tuosa o curiosa. El viejo, sin escuchar o sin dar importancia a su observación, levantó otro libro y otro más. Parecía que nunca iba a dejar de mirarlos. La empleada notó cierto nerviosismo en los movi-

mientos del viejo que antes no había notado; pensó que tenía que ser más amable y preguntó:

-¿Me muestra el libro que leyó cuando estaba pasando la parte más feliz de su vida?

El viejo la miró a los ojos, la descubrió hermosa, y sin dudarlo contestó:

-Si acepta cenar conmigo, mañana se lo digo sin mentir, pues me gusta leer de noche. 

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