Paisajes

Nada bueno viene jamás de la violencia.
Martín Lutero

-La belleza del paisaje tiene que ver con quien uno lo comparta -sentenció Ricardo, mirando fijamente un pañal que cruzaba lentamente nuestra vista, como un barquito a la deriva. Sentados en el muelle con los pies colgados nos dejamos estar, la tarde caía a medida que el frío nos invadía.

-Lo bueno es que no hay mosquitos -dije, tratando de compartir el buen humor que creí adivinar en Ricardo. Lo notaba como hacía mucho no estaba: tranquilo, aletargado mirando el horizonte. Yo miraba su cara de un cuidado mal afeitado y ojos quietos como de vidrio.

-La compañía en la vida es muy importante, te la puede volver un infierno sin que te des cuenta -dijo enigmáticamente sin dejar de mirar al río, y siguió-. Ese día entré a casa sabiendo con qué clase de paisaje me iba a encontrar; se venia gestando hacía unos meses, pero no por eso deja de ser terrible -hablaba con lentitud, midiendo las palabras que le temblaban pero trasmitían calma; continuó mirando al río-. Él tomaba vino y miraba la televisión, mi madre lloraba esforzándose por no hacer ruido. ¿Cómo se llega a esa escena? -me preguntó, dejando de mirar al río y clavándome su mirada como un puñal. Cuando intenté decir algo volvió la mirada al río y continuó-. Saber contestar eso por haberlo vivido es tan infernal que cuesta contestar. Seguramente hubo un primer gesto cargado de una violencia que no fuimos capaces de ver, seguramente le siguió una contestación que hizo doler como un sopapo, una indiferencia que lastimó, y cuando llegó el empujón y los golpes debo decir que no me sorprendió, pero sí que me mostraba con la misma violencia lo culpable que yo también era. 

Me tocaba preguntar a mí, y le puse toda la delicadeza posible a la pregunta.

-¿Culpable de las peleas de tus padres?

Me volvió a mirar como buscándome el alma y contestó:

-Sí, por dejar que se vuelva cotidiano, por no ver la violencia de un gesto, por mi cobardía paralizadora, por ser hijo de él, por ser parte del paisaje, por esta culpa que siento y que no fundamento, cuando cierros los ojos -dijo, y no le importó que viera sus lágrimas-. Sueño con lo que no soy: un jugador de futbol, el primero de la clase que cruza este río, cosas así, pero nunca pudiendo solucionar las peleas; ni en sueño lo puedo lograr y eso sólo me da más culpa. Entonces lo dejé en manos del azar, envenené una galletita del tarro grande, al que le toca queda afuera de este paisaje. Hoy me levanté y comí todas las que pude sin importarme las miradas de ellos, sabía que nunca podían sospechar. Ahora, con vos acá, ¿sabes qué siento? Culpa; culpa porque no me tocó. 

Corrí como nunca hasta la casa de sus padres, la madre no me creyó nada o no me entendió pero lo bueno fue que me dio el tarro; quería que me fuera. Cuando llegué al muelle agitado y con el tarro en alto, Ricardo ya estaba muerto. 

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