Novelar, eso es lo que Juan siempre hacía cuando veía a alguien que le llamaba la atención y no podía seguir con la mirada, entonces empezaba a imaginar, a ponerle un pasado y sobre todo un futuro. Nunca sabría que tan lejos o cerca pasaba de la realidad, pero si no lo imaginaba no estaba tranquilo.
Ser maquinista es saber, entre otras cosas, ser una opción del suicida, junto con las armas, las drogas, arrojarse al vacío, y demás. Rápido, exitoso y sin dolor, es un medio suicida que se vende solo. Había escuchado varias historias de gente que se tiraba encima del tren o se paraban en medio de las vías sin que haya ninguna posibilidad de frenar. Juan novelaba, imaginaba a quien le contaba la historia llegando a su casa, comiendo con su mujer e hijos después de una día laboral, sin que nada modifique lo cotidiano. Su mujer preguntará cómo estuvo todo y él contestará que bien, lo de siempre, el hecho será ocultado, aunque la impotencia en el alma se acumulará. Sabía que no había “vía de escape” para él, que tarde o temprano un suicida lo visitaría, sólo esperaba que fuese bien tarde y que no le jodiera tanto la vida. Sabía bien que le esperaba despertarse en medio de la noche soñando con ese ruido terrible. Y también sabía que no iba a poder dejar de novelar la vida empujada a ese destino.
Antes de ver los estrechos y laberínticos pasillos de las villas, el vacío se imponía como una respuesta obscena al hacinamiento. Juan, concentrado en lo suyo, pudo ver de lejos un bulto y frenar el tren. Se baja y se acerca a un hombre joven que apenas respira, está como crucificado en las vías. Juan saca su celular, que con el temblor de sus manos hacen tardar más la ambulancia, hacen más previsible el final. Sabe que se va a morir, ridículamente le agradece que haya elegido al puente para viajar a otra vida. La ambulancia llega y se lo lleva; Juan se sube al tren y sabe que va a imaginarlo, pero sobre todo sabe que su suicida todavía no llegó, que apenas esto es un anticipo de sus fantasmas, de sus muertos.