La mayor felicidad es conocer la fuente de la infelicidad.
Fiódor Dostoyevski
Los autos pasaban lentos, algunos con la ventanillas bajas nos gritaban a todo volumen su mala educación; otros, con lo vidrios altos y polarizados, cuyo conductores nos decían que no estábamos habilitados para verlos, algunos con indisimulable agonía y trabajosa lentitud daban lo último que tenían, los había de colores y ruedas que pedían por favor que le prestemos atención. Yo, con mi mate en la mano y con una costosa indiferencia ante el desfile, pensaba en otra cosa. En realidad no en otra cosa sino en autos, y que el auto dice algo de su dueño, o al menos nos da un detalle de quien lo maneja, arriesgo pensando eso, total nadie oye lo que pienso y mucho menos van a leer este cuadernito. Notaba sin asombro que de los autos que tenían la música alta (aunque decir música es seguir arriesgando demasiado), cuando frenaban a echar nafta invariablemente bajaba un joven. De los polarizados bajaban personas de traje y edad madura, aunque este caso era más variable y también pude ver mujeres pintadas como payasas y tacos que me dejaban pensando como podían manejar con eso, o tendría que pensar que por eso manejaban así. Lo que agonizaban y daban los últimos suspiros de aceite quemado, por lo general los saludaba, los conocía y eran muy pocos, muy familiares. No me gustan los autos, sólo y como todo hombre que piensa (arriesgo pero no tanto) un buen Torino, palanca al volante, asiento único y fuego en el motor, como decía mi viejo, como el que tenía cuando se fue. Raras, muy raras son las ocasiones en la que pasa uno por donde tomo mates, pero cuando pasa tengo la libertad de no poder hacer otra cosa que contemplarlo.
Una tardecita yo estaba cumpliendo mi rutina de los mates en la puerta de mi casa, aburrido del variopinto desfile, cuando observé a lo lejos una trompa chiquita e inconfundible, que crecía rápidamente a medida que se acercaba sin vacilación. Cuando invadió toda mi visión volví a ver un verdadero auto, con la tierra justa, despintado prolijamente, y con música (no estoy arriesgando nada) saliendo del capó. Tuve miedo de conocer a quien lo manejaba, quien conducía su destino, disminuyendo su velocidad se acercaba como un león o mejor dicho como un toro antes de matar, para echar nafta. Se detuvo por completo y cuando se abría la puerta cerré los ojos con fuerza, y tanteando las paredes entré a mi casa con esa imagen.