Un artista

Alguien dio el primer paso para que todo se fuera al carajo. 

Me acuerdo que cuando teníamos para comer, comíamos como lobos. Cuando podíamos dormir seguros y sin tanto frío, dormíamos mucho y sin hablar antes. Cuando conseguíamos algo de plata temprano, nos sobraba el tiempo. Siempre con la certera sensación de dar mala fama a la cuidad.

Éramos tres, inseparables, arrastrando nuestras soledades, valientes por falta de información, un poco sucios por no querer ir a casa, incansables por juventud. Felices por irresponsables, culpables de nada, y con todo el tiempo para perderlo.

Los malabares duran el tiempo que tarde en cambiar el semáforo, pero el que sabe dice que unos segundos menos, así se puede pasar a buscar las monedas y los autos no son apurados por el semáforo verde. Me costaba mucho controlar el tiempo, mucho más que tener las naranjas en el aire (y ojo que hablo de tres naranjas); terminaba mi número por culpas de las bocinas, pues había cambiado el semáforo y yo seguía, cortaba y los autos apurados seguían su camino, indiferentes a mis bien ganadas monedas. Pero no me quedaba enojado sino conforme por mi número, por hacerlo bien. Sabía que las monedas contaban, y es lo que valían, pero para mí no, para mí lo que contaba era que no se cayeran las naranjas, mantenerlas en el aire y que el conductor dejara el celular y viera que tiene un artista delante de sí. Si lo consiguía, que se guardara la moneda donde quisiera –yo me daba por hecho. Porque la mirada esa la conocía, esa del que se queda como tarado mirando lo que pagaría en cualquier circo, esa del que lo ve gratis en una esquina cualquiera; cuando veía esa cara, me agrandaba y suegía sabiendo que venían las bocinas, que cambiaba el semáforo, que se iba todo al carajo y no podía parar, y paraba. Juan me rezongaba y tenía razón y también sabía que iba a volver a pasar. Una vez llegó a decirme que si fuera por mi, no llegaría a pagarme ni las tres naranjas con las que trabajaba. Pero tendrían que ver las caras cuando veían mi número, hasta señalaban con el dedo lo que yo hacía; cuando terminaba antes que cambiara el semáforo (pocas veces) todos bajaban un poco la ventanilla para pasar monedas y hasta billetes. Juan y Damián se ponían contentos porque sabían que había comida seguro cuando eso pasaba.

-Flaco, si vos terminás unos segundos antes dejamos de comer mandarinas y pavadas, ¿o no te gusta comer bien? ¿Una hamburguesa con todo lo que se puede poner? –me decía Juan, poniendo los ojos en blanco, evocando esa comida que lo hacía volar. No podía más que reconocer que tenía razón y, además, me gustaba mucho entrar con ellos y ver las caras que ponían los empleados cuando pedíamos tres completas: sospechaban que no teníamos plata, se miraban entre ellos sin saber qué hacer, pero preparaban lo que pedíamos y, sin poder disimular, se sorprendían al ver que podíamos pagar como cualquiera. 

Una de esa tardes, nos sentamos a comer y mientras Juan me felicitaba por cómo había conseguido los billetes, yo pensaba porqué Damián no estaba mal por la caída de una de sus naranjas en el último número. ¿O acaso no lo demostraba? No aguante más y le pregunté; indiferente a mi pregunta y atendiendo a la hamburguesa contestó: ”Bueno, no pasa nada, algo conseguí. ¿A vos nunca se te cayó una?”. Y si, tenía razón (ellos siempre tienen razón, por esos son mi amigos). Pero cuando se me cayó una, me acuerdo, no me pasaba bocado (y eso que hambre tuve siempre), me sentía como que había defraudado, estafado, que no había dado lo que podía dar, que me guardé mi talento, que vieron lo peor de mí, cuando quería mostrar lo que era capaz de hacer y sólo mostraba un espectro sucio, desesperado por unas monedas; y ese no soy yo, yo soy un artista que puedo dejarlos sin poder hacer otra cosa que mirarme. Y como uno más, levantando mi naranja del suelo, con tiempo para que cambie al verde y sin nada que hacer, esa es la tristeza mas grande que conocí (y sé de lo que hablo cuando digo tristeza). Lo peor de ese momento es que uno no puede dejar de mirar al auto y ver esas risitas y sentir todo el desprecio del mundo en un segundo –levantar una naranja es morir. Y peor que morir es sentir la bocina de uno, bajando la ventanilla con un billete mientras yo levanto la naranja. Sé que Damián pasa de largo donde yo me quedo, pero no puedo comer tranquilo si no hice el número bien.

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