Estaba parada bajo su paraguas, estaba mirando una vidriera, y yo lo decidí cuando la vi que ella miraba; me acerqué lo más tranquilo que podía, que es decir bien poco, y pregunté: “¿Acepta tomar algo con un perfecto desconocido con ansias de dejar de serlo?”. Ella se rió de tal forma que sabía que era un sí, aunque dijese que no, que fue lo que dijo. Amablemente se disculpó con la estúpida y veraz excusa de que esperaba a alguien; yo traté de entender con la estúpida y falsa excusa de no molestarla.
Me estaba mojando hasta el alma pero era difícil dejar de mirarla, tratando de conseguir el mayor reparo caminé cerca de la pared aprovechando todos los toldos y techitos que tienen las casas en su entrada. Fue inútil, llegué a mi casa mojado como si me hubiese bañado vestido. Incómodamente me desvestí y me bañé con agua caliente, preparé café pero antes de tomarlo cedí a un sueño invencible y, recostado en el sillón, entré a una realidad que me era familiar y agradable: me encontraba en una plaza común, con sus bancos sucios de pájaros, sobre tierra de ladrillo colorado, bebederos con chicos colgados, su fuente en el centro tratando de llamar la atención con aguas de colores bailando, palomas por todos lados, ruidos de cotorras y viejos jugando al ajedrez. Todo era lo normal en una plaza de ciudad chica y común, hasta que la vi a ella, parada y sin paraguas, mirándome fijamente con una sonrisa vergonzosa. Sin dudarlo caminé hacia ella; mirando a mí alrededor me pareció ver a mi abuelo apoyando sus dos manos en el bastón que conocía muy bien, y que tengo como nostálgico recuerdo en mi casa hace años. Noté que me sentía libre de mi crónico lumbago, y hasta me sentí milagrosamente ágil; cada paso que daba, ella se alejaba más del lugar donde estaba, con pasos gimnásticos traté de acercarme; en su mirada interpreté un llamado, ahora no con la sonrisa, sino más seria; no quería correr pero me sentía como nunca de bien y el paso que estaba llevando era medio ridículo. Todo se volvió peor: ella se alejaba más y más. No era cuestión de ir ligero pero no supe cuál era la cuestión, me quedé quieto mirándola, no sentía que estaba dentro de una pesadilla (aunque la imagen de mi abuelo me pareció un golpe bajo) pero esto de que ella se alejara, tenia la clásica impotencia de los malos sueños.
Una voz que venía del cielo, como si estuviera en un mercado y me anunciaran que dejé mal estacionado el auto, decía: “Sigo estando donde me viste ver la vidriera”, repetidas veces. Intenté ubicar con la mirada a mi abuelo pero sólo conseguí levantarme del sillón como a causa de un golpe eléctrico. Me cambié con la celeridad de un simulacro de incendio y salí a las calles mojadas e inundadas en todas las esquinas, pisaba todas las baldosas flojas que había como una manía de no dejar una sin pisar, invariablemente los autos me mojaban al pasar cerca de la vereda y yo usaba mi amueblado vocabulario de insulto para descargarme. Pero llegué y ella estaba igual, sólo faltaba el paraguas. Me acerqué y repetí la invitación; ella se rió, bajó un poco su cara y contestó: “Bueno, sólo tomar algo; espero a alguien”.