El inconfundible ruido de las llaves al chocarse y la patada a la parte baja de la puerta, me sacaron, sin delicadeza, de mi lectura. Era la llegada cotidiana de mi padre, su silencio al preparar la comida, su indiferencia hacia mi persona, y su forma de vivir solo, me hicieron pensar en algún momento si era conciente de mi existencia. Aunque a veces me miraba y despejaba esas dudas, pero hoy exageró, porque no sólo me miró sino que me habló. Con lágrimas en la voz, dijo que tendría que buscar otro trabajo, porque en el taller de pintura no lo necesitaban más. Pocas veces lo noté tan dolido por algo, si bien es verdad que pocas veces me hablaba, esta vez me incomodó su dolor; sólo hice silencio y él movió la cabeza como negando o arrepentido de haberme hablado. Se levantó y se fue a su habitación. Ya solo me sentí más cómodo, más relajado.
Vivimos en el piso séptimo de un viejo edificio, mi papá saluda a todos, a mí me conocen todos y no saludo a nadie. Tengo quince años y me gusta estar solo, o mejor dicho me acostumbré a estar solo. La escuela es un castigo que cumplo a diario, y cuando me libero de eso, puedo estar en casa con mis cosas. Mi papá trabaja (o trabajaba) en un taller de pintura de autos y siempre llegaba a casa cansado y con hambre. Yo hacía las compras antes que él llegara; nunca me decía nada de lo que compraba, sólo cocinaba lo que podía o quería con lo que había. Me acuerdo que mientras compraba manzanas una vez, un hombre se me puso muy cerca, a elegir las más rojas y mirándolas a conciencia las iba poniendo en una bolsita. No sé bien porqué lo pensé, lo que si sé es que no tenia dudas: ese hombre que elegía las manzanas (y que estaba bien cerquita mío) acababa de matar a su familia. Sé que en el momento de pensarlo, no lo podía comprobar, pero tampoco podía desmentirlo. En realidad tendría que no importarme; entonces traté de no mirarlo y dejar de pensar en él. Lo encontré pagando en la caja, muy metódico, acomodando las cosas en su bolsa y tomándose un tiempo casi de mala educación a la larga cola que se había formado. No sé si me sorprendió tanto el darme cuenta que vivía en el mismo edificio que yo, puesto que nunca saludo a nadie y no presto la menor atención en quien vive cerca mío. Me incomodó mucho volver a encontrarlo, más que nada porque el encuentro se dio en el ascensor. Forzado (no sé porqué) a decirle algo, comenté:
-Qué lindo día para disfrutar en familia, al aire libre de una plaza.
Sin mirarme, hizo una especie de mueca. Estaba seguro que tocaba un tema delicado, que cualquier cosa que dijera lo comprometía, esa era la razón de la mueca.
Llegué a mi casa nervioso (no es fácil compartir el ascensor con un asesino), se me caían las manzanas y demás cosas. Sabía que, con toda la tarde por delante, el aburrimiento iba a calmar mis nervios. Mi papá no salía de su habitación, tenía una tristeza preocupante para su salud y su carácter. Siempre depresivo, aunque nunca con un motivo tan fuerte. Con su problema, ni pensé en contarle lo del vecino, no quería sumarle otra preocupación, otro miedo, bastante con el que teníamos. La plata en algún momento se iba a ir acabando, y yo más que producir gastaba. Bueno, el momento llegó; me miró a mis ojos y dijo: “Nos queda como para una semana más”, y se fue otra vez a la cama. Se le notaba en los ojos las ganas de morirse, de abandonar todo y eso me dolió.
Prolijamente pensaba qué tenía que comprar, descartando lo que no era muy pero muy necesario, era estirar un poco más la agonía, el momento de la heladera vacía era cuestión de días. Si no encontraba una solución mi papá no iba a poder aguantar más, y sabía muy bien lo que un depresivo podía llegar a hacer. Una de mis últimas veces (o quizás la última) que podía ir al mercado, lo encontré a mi impune vecino eligiendo una manzana, como quien mira algo que nunca vio. Yo estaba con tiempo, mi papá se la pasaba durmiendo casi todo el día y mis cosas después de la escuela las tenía abandonadas, así que me puse a observarlo. Si alguna vez tuve alguna duda de él, quedó totalmente descartada, así que no sentía culpa alguna en seguirlo. Todo fue tan rápido (en el ascensor, yo simulaba contestar un mensaje en mi celular, así que ni me miró); me encontré atrás de él mientras abría la puerta de su departamento, y con una determinación que no me conocía, lo empujé y tiré arriba de la mesa del comedor, me di vuelta y cerré la puerta, él se incorporó más con sorpresa que con miedo y me miró; yo, sin ninguna sombra de duda y casi como algo rutinario, saqué de mi bolsita de las manzanas un largo cuchillo (que afilaba cuando salía de la escuela, como unas de mis cosas) y haciendo justicia se lo clavé en el medio del pecho. Entró con una facilidad mortal, lo saqué casi limpio. No tuve que buscar tanto para encontrar la plata y salvar a mi papá de lo que pensaba hacer. Por los menos unos días más, hasta encontrar otra solución.