Un contenido bostezo le puso cara rara. Sabía que no me iba a dejar salir y mi orgullo no se lo iba a pedir. Yo miraba mi bici tan inútil en el suelo, tan rota, a medio camino entre el último uso y el olvido. Si se va a romper tiene que ser en unas de mis carreras. Tiene que ser por algo que sea importante y no paseando por el barrio, eso lo tenía claro. Su siesta era mi libertad, y la usé.
¿Cuál es el primer movimiento que hacemos antes de la tragedia? No lo podemos saber. Lo que sí sabemos es que nunca más nos vamos a olvidar lo que hicimos antes. Y lo que hice antes fue desobedecer a mi viejo, terminar por romper para siempre mi bicicleta, y abandonar la edad de los juegos.
—La carrera es a vida o muerte— dijo José con una involuntaria predicción. Me subí a mi bici sabiendo que el piñón iba a fallar y que la cadena se iba a salir en cualquier momento. Pero nada de eso pasó y mi velocidad era admirable. José era un enajenado que solo pedaleaba parado en los pedales y con la cabeza gacha, como mirando la fuerza que le daba a su motor. Llegué a mi desolado triunfo. Llegué y tuve que volver para saber qué había pasado con José. Recuperando la respiración y con cierta curiosidad, caminaba buscando con la mirada rápida hacia todos lados. El aire parecía no querer llegar a mis pulmones cuando vi su bici recostada en el suelo, cuando durante el tiempo que tardó en llegar la ambulancia intentaba por todos los medios hacer que José vuelva en sí. Ya solo y temblando como nunca, quise volver a mi casa en la bici pero entre el piñón y la cadena fue imposible. Mi bici no servía más, y la verdad que hubiese dado cualquier cosa porque se rompa para siempre paseando por la ciudad, en mi rutina, en la cotidianidad, por lo que de verdad vale la pena. O tan solo olvidarla.