Siento que puedo dormir todo el día o que levantarme es un desafío que me queda grande. Estoy en esos momentos donde la dejadez es de un tamaño que me da pereza describirla. Sentado en mi terraza creo que nada puede llegar a llamarme la atención. Una persona se asoma a su balcón y queda a la altura de mi techo. Me sorprende sentir ganas de creer que sea un suicida, tal vez para poder ignorarlo con soberbia, o tan solo para hundirme más en mi estado de bajeza e incapacidad para las cosas de la vida. El hombre me mira y amaga un saludo tímido con la mano. El calor de la terraza es insoportable, transpiro y me adormezco. La voz de mi hija me sobresalta, la miro y sonriendo me alcanza un mate. Tomo y miro al vecino pero ya no hay nadie. Devuelvo el mate y me asomo a la calle y lo veo, como un muñeco desarticulado en la vereda. La escena es grotesca. Me quedo un instante mirando hasta que la imagen de mi hija vuelve rápidamente. Un frío helado en el medio del estómago me despierta todo mojado de sudor. Miro al balcón y el hombre me mira fijo, desvergonzadamente. Me paro y me voy a duchar, preparo una cena liviana y mastico lento, con la soledad que deja la ausencia familiar.