Guiso de lentejas

Salí pensando en todo lo que le a voy a poner al guiso de lentejas, entré en el ascensor y automáticamente apreté el botón de planta baja. 

Frenó en el cuartó y entra un enano con portafolio y traje gris, se ubicó al lado mío silbando bajito. Sin preguntarle a qué piso iba dejé que el viaje siguiera su curso. Cuando el número rojo marcaba el piso dos sentimos un fuerte sacudón y el ascensor se detuvo. Mi compañero levantando la cabeza me dedicó una mirada de sorpresa y miedo. Lo miré y resoplé. Toqué los números para ver si podía darle vida al ascensor pero nada. 

—Nos toca esperar —dijo el enano con una voz ridícula. 

—Sí, nos toca esperar —repetí imitando su voz de falsete. Aunque él nunca me había escuchado hablar era obvio que se dio cuenta de mi burla. Nunca supe ni creo que vaya a saber el por qué de ese desprecio, lo que si sé es que fue el primer movimiento para que pasara lo que pasó. Saco mi celular abro bloc de notas. Para no olvidame, anoto: panceta, cebollas, zanahorias… 

—Es lo mejor que puede hacer, llamar a alguien —dijo mi diminuta compañía interrumpiendo la fluidez con que escribía mi recordatorio.

—No tengo señal —dije con desprecio y anoté: una hoja de laurel.

—En esta situación se pone a jugar —acusó abriendo el portafolio.

—Estoy anotando la receta del guiso de lentejas —dije y sonó a mentira—. Además ¿por qué tengo que rendirle cuentas a usted —agregué y marqué el número del encargado del edificio. El hombrecito acomodaba papeles de su portafolio sin dedicarme ni una mirada. Yo imaginaba que llevaba globos con forma de patito, zapatos con las puntas alargadas, narices redondas y rojas como tomates, pinturas y demás accesorios circenses. 

El encargado no me atendió. Como tenía el bloc abierto anoté rápido y con un poco de culpa: un morrón rojo. 

—¡Estamos encerrados! —gritó el enano y casi tiro el celular de susto. Tratando de volver a la normalidad mi pulso, le digo que se tranquilice.

—¿Cómo quiere que me tranquilice si llego tarde al trabajo? —me preguntó nerviosamente y cerrando el portafolio. 

El ascensor se movió e hizo un ruido ronco, el enano dio unos saltitos, nervioso. Me miraba y se mordía las uñas. Volvió la quietud, tiró el portafolio contra la puerta insultando hasta a la Santísima Trinidad. El portafolio se abrió y las hojas se desparramaron por el piso del ascensor. Pese a su estatura, él tenía los brazos bastante largos que casi no necesitaba agacharse para recoger los papeles. Los juntaba sin esfuerzo, por eso tal vez me sorprendió cuando ironizó sin mirarme diciendo: 

—Gracias por ayudarme, no sé que haría sin usted. 

—Callate, pigmeo, que estoy tratando de comunicarme con alguien —mentí y se cortó la luz. Prendí la linterna del mi celular y encontré sus ojos que me miran con odio y que lentamente se acercaban, ya casi pegado a mi pierna levantó una mano y con sus dedos regordetes como chorizos, enumeró cosas que le molestaba que le dijeran. Yo no lo escuché porque en ese momento apagué la linterna, abrí el bloc de notas y anoté: un chorizo colorado.

—Prendé la linterna por favor —me pidió y noté miedo en el temblor de su extraña voz. Me reí sonoramente, casi teatral en el momento que volvía la luz y el pequeño señor me miraba serio, con ojos bovinos. La risa se me apagó y sentí vergüenza.

—Estúpido —murmuró dándose vuelta a recoger una hoja del suelo. Un calor que subió a mi cara y nubló mi vista hizo que le diera una patada en el culo y lo tirara contra la puerta del ascensor. Cayó como muerto, aunque no me asusté del todo porque después de quedarse quieto unos minutos, se puso en posición fetal y temblaba. Un hilo de baba goteaba de su boca y en su nariz tenía sangre seca. Me quedé pensando que en ningún momento lo había visto sangrar. Abrí el bloc de notas y anoté: puré de tomate. 

Cuarenta y tres minutos de encierro. De a poco se levantó y limpió la nariz mojándose los dedos con saliva. Me sentí culpable del pesado silencio del lugar, él sentado en el fondo del ascensor dobladito y tomándose las rodillas, me miraba como quien mira al diablo. 

Iba a pedirle perdón justo en el momento que el piso se movió y escuchamos una voz que preguntaba:

—¿Hay alguien? 

El enano se levantó como impulsado por un cable eléctrico, se acercó a la puerta y dando ridículos saltos gritaba que lo saquen. Viéndolo de espalda, con su saco gris ratón, su portafolio gigante, y esa voz tan chillona como si hubiese aspirado un globo inflado con helio, me daba pena y gracia a la vez. 

—¿Usted por qué no grita? —me dijo y pude notar que su nariz se le había hinchado como una papa. Saqué mi celular y cuando abrí el bloc de notas, el ascensor se puso en movimiento. Se abrió la puerta y el enano salió corriendo. Yo, en silencio y pidiendo permiso a la gente que se agolpaba, me dirigí a la panadería a comprar sándwiches de miga, hasta saber que más ponerle a mi postergado guiso de lentejas. 

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