Lucio y Emilia

El sonido de un auto dando marcha atrás lo sacó a Lucio de su ensimismamiento. Si era su padre tendría que preparar rápido la ropa para al menos un par de días y poner su mejor y falsa cara de alegría. No era, y a pesar de sentir alivio lo insultó en voz baja. Su celular sonó y la voz de Emilia le sacó una estúpida sonrisa, aunque el tono de ella era nervioso. Le pidió que vaya a su casa en diez minutos. Salió de inmediato. Intentaba no caminar rápido pero no podía. Como quien baja una barranca pronunciada iba haciendo esfuerzo para no apurarse. Cuando al fin llega y antes de tocar timbre Emilia abre la puerta y se hace a un lado invitándolo a pasar. Él se queda helado al ver el cuerpo del padre de Emilia sentado en el suelo con un cuchillo clavado en la garganta, siente la puerta cerrarse se da vuelta y pregunta: 

—¿Por qué me dijiste que venga en diez minutos? 

Emilia un poco sorprendía con la pregunta se excusó:

—Quise limpiar un poco antes. 

Llegó otra vez con olor a alcohol y sabía que iba a intentar… 

—¡ Basta! —gritó él, mirando fijo al cadáver recostado en la pared como un muñeco grotesco y abandonado. La miró a ella y su enojo repentino cedió a una compasión que llevó a abrazarla y a sentir su temblor y desesperación. 

—La solución es que desaparezca. Sin cuerpo no hay delito —dijo Lucio con un tono a medio camino entre detectivesco y ridículo.

Cuando mi papá entró supe que había vuelto a beber. Con pasos vacilantes camina hasta la heladera, y sin reparar en mi existencia, se sirve vino. Toma como si fuera agua y recién ahí me mira con esos ojos vacíos, ausentes. Se sonríe con una mueca desencajada y me pregunta con voz pastosa qué estoy comiendo. Contesto mirando mi plato, se me acerca y con un dedo tembloroso me acomoda el pelo detrás de mi oreja.

Lo que más de una vez pensé, soñé, escribí, dije hablando sola, fantaseé, cobró mucha intensidad en ese momento. Y no hacerlo me parecía criminal. Entonces lo hice.

Fue tan fácil que llegué a dudar del resultado, pero no soy tonta y una persona que no respira está muerta. Sorprendida de la facilidad y de la cantidad de sangre que salía llamé a Lucio. Limpié, lo acomodé y me puse a mirar por la ventana cómo la vida seguía indiferente a mis actos. Con esa violenta indiferencia que también usó con los actos de mi padre.

—Lo podemos desintegrar con ácido fluorhídrico —dijo Lucio mirando para arriba evocando una escena de Breaking Bad. O llevarlo al sótano y dejarlo escondido. 

Emilia lo mira negando con la cabeza y dice: 

—Altillo. Sótano no tengo. Y lo del ácido ese me perece muy macabro. 

Lucio mira el cadáver con un cuchillo clavado en la garganta y le da la razón. 

—Lo podemos sacar a la calle y con el olor a alcohol que lleva encima, cualquier conjetura de lo que pudo haberle pasado será creíble —dice Emilia.

Pero a Lucio no lo convence mucho, aunque reconoce no tener una idea mejor.

—¿Qué vas a hacer sin él? —pregunta Lucio mirando el cadáver. 

Emilia mira a Lucio, sin entender bien si se refiere al cadáver, o a qué. Intenta una respuesta. 

—Voy a llamar a mi tía y decirle que mi papá no viene a casa desde hace días y dejar que ella resuelva. Lo más probable, ya que vive sola, es que venga a esperar conmigo lo que, gracias a Dios, no va a volver. 

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